sábado, 25 de octubre de 2025

MIS MEMBRILLOS

 


He estado esperando a que el día, perezoso ya en este octubre que se acaba, los fuera iluminando con su luz tamizada por las nubes grises que han dejado la lluvia en el jardín. Luego, al salir, he sentido de pronto el aroma de la albahaca que se vino con nosotros de Vinaroz y de la hierba luisa, igual a la que mi padre cultivaba con cariño en su recia casa de piedra de Valboa, allá donde el Viñao canta debajo del puente que sube a Ventosa y con la que, después de la comida, hacía aquella infusión que ayudaba la digestión de los recios platos de las tierras del Arenteiro. Entre amarillos y verdes que aún se resisten al otoño, los he visto en el árbol como unos soles pequeñitos que guardaran en su alma todo el verano. Su olor fragante me ha revelado que el otoño ya está avanzado. He recordado, no sin melancolía otoñal, cuando fueron flor temerosa en la primavera; cuando fueron un fruto delicado y débil que una tempestad traicionera podía arrancar de las ramas y hacer que murieran en el suelo siendo tan sólo una vaga promesa; los he recordado verdes, prometiendo el otoño en medio del tórrido  verano. Y los he mirado como, cuando en mañanas que ya anunciaban el fuego del mediodía y de la tarde a la que sólo consolaba el agua de los aljibes albercas, eran mi primer saludo matinal.  Y, al mirarlos, he sentido de nuevo el agua que con que los regaba para que crecieran. Y, a su lado, he visto el ciruelo que lleva tantos años sin dar fruto y que todos los años me hace recordar la parábola de la higuera estéril y el recuerdo de aquel labrador que le dice a su señor: “Déjala, señor, un año más; déjame que la cave y la estercole. Y, si al año que viene no ha dado fruto, la puedes arrancar” Y ahí sigue el ciruelo, viviendo con la esperanza del año próximo en que, cavado y estercolado, quizás dé fruto.

         Los estoy viendo ahora mientras escribo esta entrada y, la verdad, no me atrevo a cortarlos de su rama. ¡Llevan tantos  meses iluminando mi primera mirada de la mañana con su promesa del otoño! Pero de nada serviría mi misericordia porque una orden milenaria les va a hacer caer al suelo y, al cabo del tiempo, pudrirse entre las  hojas secas. Ellos, como yo, están condenados a ser tierra porque de la tierra salieron y, del fondo de mi memoria, resuenan esas terribles palabras con que nos impone nuestro destino el Dios inmisericorde del Antiguo Testamento:  Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris. Y comprendemos a Adán en su angustia.

         Unas nubes negras que llegan desde el oeste me avisan de que la lluvia no tardará y busco el resguardo de la casa para escribir estas líneas para competir mi pena con vosotros. En el engañoso febrero, se repetirá el ciclo divino y otra vez espiaré cada tarde cómo en el árbol van creciendo mis membrillos.

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