COLEO DE SAMOS
[μετὰ δὲ ταῦτα
νηῦς Σαμίη, τῆς ναύκληρος ἦν Κωλαῖος, πλέουσα ἐπ᾽ Αἰγύπτου ἀπηνείχθη ἐς τὴν
Πλατέαν ταύτην· πυθόμενοι δὲ οἱ Σάμιοι παρὰ τοῦ Κορωβίου τὸν πάντα λόγον, σιτία
οἱ ἐνιαυτοῦ καταλείπουσι. [2] αὐτοὶ δὲ ἀναχθέντες ἐκ τῆς νήσου καὶ γλιχόμενοι
Αἰγύπτου ἔπλεον, ἀποφερόμενοι ἀπηλιώτηι ἀνέμωι· καὶ οὐ γὰρ ἀνίει τὸ πνεῦμα,
Ἡρακλέας στήλας διεκπερήσαντες ἀπίκοντο ἐς Ταρτησσόν, θείηι πομπῆι χρεώμενοι.
Después
de esto una nave samia, cuyo capitán era Colaios, navegando con rumbo a Egipto,
fue desviada a Platea; enterados los samios por Corobio de toda la historia, le
dejaron provisiones para un año; y ellos zarparon de la isla con vivos deseos
de llegar a Egipto, pero, desviados por el viento apeliotes, que no cesó durante todo
el viaje, fueron llevados más allá de las Columnas de Hércules y por
providencia divina, llegaron a Tartessos.
Así me conocían todos los samios y así
me llamaban cuando, habiendo dejado mi barco en el puerto, me llagaba despacio
hasta mi casa con pasos trabajosos, como si la parte izquierda del camino y de
las calles estuviera hundida y mi pie tuviera que descender hasta esa pequeña
declive del terreno. Sí, era cojo de la pierna izquierda, pero ¡que me vieran
agarrado a los foques en medio de una tempestad o recorriendo la cubierta en
medio de un temporal que Poseidón nos enviaba! Recorrían las olas mi barco de
proa a popa y de babor a estribor y jugaban los Dióscuros a encender el palo
mayor con su luz funeraria y triste; se llevaba el agua las maromas de recios
cabos estrellándolas contra las barandillas y allí estaba el cojo de Samos
firme como un cedro del Líbano mientras otros marineros, hombres de perfecto
caminar, se escondían como niños detrás de las cubas o se encerraban en las
bodegas. Algunas veces, en medio de estas terribles tempestades, me agarraba al
mascarón de proa mientras el barco subía y bajaba con las olas como si el padre
Poseidón jugara con una cáscara de nuez en una fuente de aguas oscuras. Sí, cojo,
pero mis piernas eran más firmes cuando las de ellos temblaban y se tenía que agarrar al palo mayor como si las Sirenas
estuvieran cantando sus canciones engañosas. Pero no era de mi cojera de la que
os quería hablar sino de una expedición que jamás podré olvidar. Habíamos
salido de Samos con rumbo a Egipto y seguimos, como siempre, la ruta marítima que
toca en Rodas y en Chipre. Desde esta isla, navegando hacia el sur, se llega a
Egipto en dos jornadas. Sin embargo, en aquel viaje, comenzó a soplar un viento
del este tan potente que el barco era un juguete en medio de las olas. No se
paraba aquel viento maldito que levantaba caballos de espuma que galopaban por
la llanura vinosa del mar y así nos llegamos, sin querer, hasta la isla de
Platea, una isla a la que suelen arribar los pescadores de Tera que van a
pescar en las costas de Cirene, en la lejana Libia. En esa pequeña isla,
encontramos a un pescador cuyo nombre era Corobio y que nos explicó que había guiado hasta allí a
unos marineros de Tera que le habían dejado allí con provisiones para unos
cuantos meses y que, a continuación, habían partido de nuevo rumbo a su tierra
para hacer saber a los tereos que habían alcanzado la isla. Bendijo Corobio
nuestra llegada pues apenas le quedaban provisiones y aún nos bendijo más cuando
le dijimos dejamos víveres para más de un año. Sin embargo, de nada nos
valdrían sus bendiciones generosas pues, de nuevo, desatándose el viento del
este durante tantos días que no soy capaz de precisar, nos fuimos alejando de las
costas de Libia y acabamos cruzando las columnas de Hércules. El miedo se apoderó
de todos mis hombres y también de mí pues poco se sabía de los que había más
allá de las columnas que el héroe tebano puso como fin del mundo conocido y tan
sólo rumores de taberna decían que había más allá unas islas que llamaban
Casitérides, ricas en minerales de hierro y que había una ruta milenaria que
habían recorrido algunos navegantes codiciosos por las riquezas de ese
fantasmal archipiélago. Yo les intenté tranquilizar diciéndoles que, si
habíamos llegado hasta tan lejos impulsados por ese criminal viento del este,
era porque los dioses lo querían y que quizás, al otro lado de las columnas,
nos esperaba un nuevo mundo.
Se calmó el viento de levante al pasar
por el estrecho que el héroe tebano había separado y se calmó también el miedo
de todos nosotros y, en su lugar, brotó la esperanza de encontrar una tierra
desconocida. No había pasado ni un día cuando el vigilante de proa dio el aviso
de que había tierra a la vista. A medida que el barco se acercaba, íbamos
viendo una playa de arenas blancas como la harina que salía de nuestros molinos
y un río ancho, hermoso, en cuyas aguas el sol poniente enjoyaba de oro.
Pusimos proa a aquel río y vimos que era navegable bastantes estadios tierra adentro.
De pronto, por la orilla, aparecieron unos jinetes con grandes banderas blancas
al viento. Fondeamos el barco y descendimos a tierra. Aquellos hombres nos
dijeron que aquella tierra era Tartessos y nos hablaron de su reyes mitológicos
(Poner aquí los reyes mitológicos de Tartessos) De Gerión que pastoreaba sus
rebaños a las orillas de ese río ancho y hermoso que se enjoyaba de oro cada
tarde en su desembocadura. Nos contaron que nuestro Hércules se llegó hasta
estas tierras para robarle los rebaños a Gerión y que el tebano se los llevó
tirando de sus colas para que las huellas quedaran al revés en el suelo; nos
hablaron de su hijo nieto Nórax, hijo de Eitea que conquistó el sur de Cerdeña
y fundó la ciudad de Nora. Nos hablaron de Gárgoris, que inventó la apicultura
y que mantuvo relaciones con su hija de las que nacieron Habis, el pobre
muchacho que tuvo que luchar tres veces por su vida, que fue amamantado por una
cierva y que su padre lo acabó reconociendo. Se cuentan tantas veces de él, que
descubrió la agricultura al atar una yunta de bueyes a un arado y tantas cosas
que llenarían un papiro entero. Nos
dieron riquezas y con ellas hicimos un buen negocio pues sacamos cada uno seis
talentos de plata y con el diezmo de cada uno mandamos construir un caldero de
bronce de los que llamamos argólicos alrededor del cual talló el artesano unos
grifos en relieve.
Ahora, en las tardes de la primavera,
me distraigo en echar las hojas nuevas al estanque y a cada una le pongo el
nombre de una nave; las dejo que el viento las arrastre hasta los bordes e
imagino entonces que están llegando de nuevo a Tartessos, en aquellos años en
que fuimos tan felices. Luego, cuando el sol se pone, entro en mi humilde
morada y acaricio el caldero de bronce
en el que guardo una caracola que me pongo al oído y me parece escuchar el
sonido de aquellas voces que nos recibieron en aquel río, grande y hermoso, que
se vestía de oro en su desembocadura para unirse, en nupcias sagradas, con el
misterioso océano que guardaba en su alma oscura ciudades que nunca
conoceremos, pero que ya habitan en el país misterioso y cálido de los sueños.
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