He
estado esperando a que el día, perezoso ya en este octubre que se acaba, los
fuera iluminando con su luz tamizada por las nubes grises que han dejado la
lluvia en el jardín. Luego, al salir, he sentido de pronto el aroma de la
albahaca que se vino con nosotros de Vinaroz y de la hierba luisa, igual a la que
mi padre cultivaba con cariño en su recia casa de piedra de Valboa, allá donde
el Viñao canta debajo del puente que sube a Ventosa y con la que, después de
la comida, hacía aquella infusión que ayudaba la digestión de los recios platos
de las tierras del Arenteiro. Entre amarillos y verdes que aún se resisten al
otoño, los he visto en el árbol como unos soles pequeñitos que guardaran en su
alma todo el verano. Su olor fragante me ha revelado que el otoño ya está avanzado.
He recordado, no sin melancolía otoñal, cuando fueron flor temerosa en la
primavera; cuando fueron un fruto delicado y débil que una tempestad
traicionera podía arrancar de las ramas y hacer que murieran en el suelo siendo
tan sólo una vaga promesa; los he recordado verdes, prometiendo el otoño en
medio del tórrido verano. Y los he
mirado como, cuando en mañanas que ya anunciaban el fuego del mediodía y de la
tarde a la que sólo consolaba el agua de los aljibes albercas, eran mi primer
saludo matinal. Y, al mirarlos, he
sentido de nuevo el agua que con que los regaba para que crecieran. Y, a su
lado, he visto el ciruelo que lleva tantos años sin dar fruto y que todos los años
me hace recordar la parábola de la higuera estéril y el recuerdo de aquel
labrador que le dice a su señor: “Déjala, señor, un año más; déjame que la cave
y la estercole. Y, si al año que viene no ha dado fruto, la puedes arrancar” Y
ahí sigue el ciruelo, viviendo con la esperanza del año próximo en que, cavado
y estercolado, quizás dé fruto.
Los estoy viendo ahora mientras escribo
esta entrada y, la verdad, no me atrevo a cortarlos de su rama. ¡Llevan tantos meses iluminando mi primera mirada de la mañana
con su promesa del otoño! Pero de nada serviría mi misericordia porque una
orden milenaria les va a hacer caer al suelo y, al cabo del tiempo, pudrirse
entre las hojas secas. Ellos, como yo,
están condenados a ser tierra porque de la tierra salieron y, del fondo de mi
memoria, resuenan esas terribles palabras con que nos impone nuestro destino el
Dios inmisericorde del Antiguo Testamento: Memento,
homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris. Y comprendemos a Adán en su
angustia.
Unas nubes negras que llegan desde el
oeste me avisan de que la lluvia no tardará y busco el resguardo de la casa
para escribir estas líneas para competir mi pena con vosotros. En el engañoso
febrero, se repetirá el ciclo divino y otra vez espiaré cada tarde cómo en el
árbol van creciendo mis membrillos.
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