jueves, 23 de febrero de 2023

LA MUERTE DE ARQUÍMEDES

 


Y aquí, aun a riesgo de ponerme muy pesado, os va este cuarto relato.

 

LA MUERTE DE ARQUÍMEDES

         El fuego, como en las profecías de los augures, caía del cielo e iba envolviendo, pegajoso como la miel del Himeto, las jarcias, las gavias, los rostra que comenzaban a arder y que poco a poco iban llevando las llamas hasta la cubierta; una vez que el fuego había prendido en ella,  el barco se convertía en una bola de fuego que ni siquiera el agua apagaba pues en las mismas olas del mar aquella maldición de los dioses flotaba mientras seguía ardiendo y formaba grandes islas que parecían más propias de los ríos infernales que de las costas de Siracusa. Los romanos, supersticiosos como ningún pueblo, había llegado a temer tanto a ese enemigo diabólico,  que dominaba el fuego como Prometeo, que, tan pronto como veían por los cubos de la muralla aparecer una polea o una viga, se llenaban de terror y se escondían bajo las lonas de la cubierta. Marco Claudio  Marcelo apenas podía contener le pánico de sus hombres que se creían víctimas de una maldición. Casi dos años llevaba intentando entrar en aquella ciudad en la que había vivido Platón invitado por Ierón; una ciudad rica y culta que había decidido unirse a los cartagineses en esa segunda guerra púnica que Roma sostenía contra ellos. Sabía el general que en aquella ciudad vivía Arquímedes, un sabio cuyos inventos le deslumbraban aun siendo enemigo y por el que había dado órdenes claras y concisas para que se le respetara aunque , día tras día, inventaba nuevas armas que hacían imposible la toma de la ciudad. Bien sabia Marcelo que ese fuego que sus hombres creían infernal era un invento de Arquímedes, su enemigo y, sin embargo, muy admirado sabio.

         Seguía pasando el tiempo y la toma de Siracusa cada vez estaba más lejana. Las esperanzas romanas iban menguando y Marcelo llegó a pensar que lo mejor sería volver a Roma porque la guerra naval no era la especialidad de esos pastores que iban camino de convertirse en dueños del mundo. Sin embargo, una noche, un espía le vino a decir que los siracusanos iban a hacer una fiesta a Artemisa y que, aprovechando la alegría de la misma, se había confabulado con un habitante de la ciudad griega para que les dejara entrar en ella. Marcelo envió a sus hombres a Siracusa y éstos pudieron entrar para proceder a la toma de la ciudad siciliana.

         Ya habían entrado las tropas romanas, cuando un veterano centurión avanzaba espada en mano por la ciudad cuando descubrió a un hombre que, ajeno al mundo, dibujaba en la arena con un palo. Estaba resolviendo un problema matemático cuando el centurión se acercó a él:

-         Siracusano, deja de escribir en la arena y date preso.

-         Espera, romano, tengo que acabar este diagrama.

-         Te lo repito: deja esos dibujos y date preso.

-         Poco sabes de matemáticas, romano, pues, si supieras, sabrías que hay que llegar siempre a la resolución de los problemas.

El romano avanzó con su espada desnuda:

-         ¿Te digo que vengas!

-         ¡Y yo te digo que voy a terminar el problema!

 

Arquímedes siguió escribiendo y sacó de su bolsa una regla para sus trabajos matemáticos.

Todo sucedió muy rápido. El romano, al ver al griego sacar algo parecido a la hoja de una espada, se acercó y, en su enfado, pisó los círculo del sabio:

-         Noli turbare círculos meos- dijo el sabio.

-         Stulte graece, an nonne mortem proximam vides?

 

Y la espada del romano atravesó al sabio que murió al instante. El centurión  envainó su espada y siguió recorriendo la ciudad.

         Habían pasado ocho meses y todavía las tropas de Marcelo seguían  luchando por conquistar Siracusa y no la habrían tomado de no haber sido por un traidor que abrió las tropas de la ciudad a las tropas romanas.

         Volviendo a Roma, Marcelo reflexionaba en la borda del barco sobre la muerte de aquel sabio. Nunca quiso conocer el nombre de aquel centurión que lo había matado. Al fin y a la postre, Arquímedes sería conocido por siempre, mientras que para el centurión nadie conocería su nombre. Marcelo miró al mar y pensó que lo mismo que las olas seguirían agitando su superficie y reposando más tarde en las playas para aliviar su cansancio, el nombre de aquel sabio iría de boca en boca y de libro en libro y que quizás, muchos siglos después, alguien escribiría un relato sobre la toma de Siracusa y hablaría de aquel sabio griego.

         Y así, los hombres del futuro recordarían a ese sabio cuyo nombre era Arquímedes.

 


DARÍO Y LA LIEBRE

 


De nuevo os propongo un relato para que me digáis si merece la pena o no  que los siga escribiendo.

 

DARÍO Y LA LIEBRE

         Una enorme columna de soldados en perfecta formación recorría la tierra de los escitas, pueblo de pastores, criadores de caballos y arqueros; pueblo de las estepas desde los Cárpatos a las lejanas tierras donde el sol nacía y en las que gobernaban emperadores de túnicas doradas en cuyos jardines caminaban mujeres de pies diminutos y cantaban los pájaros entre los árboles extraños que tan sólo se daban en las tierras lejanas que, al andar de los siglos visitaría el veneciano Marco Polo y traería con él una princesa china de nombre Kozacín; pueblo de tez rubicunda eran los escitas y de intensos ojos azules como si el cielo que cubre la estepa, amoroso unas veces, cruel otras, se hubiera quedado en ellos de tanto mirarlo para conocer de dónde iba a soplar, de dónde vendrían las nubes o si la nieve, que amortajaba la estepa con su blanco sudario, vendría ya en otoño.

         Estaba Darío extrañado y todo el ejército con él del extraño regalo que le habían entregado los escitas: un pájaro, una ratón, una rana y cinco saetas. ¿Qué podría significar ese regalo? – se preguntaban los persas que no hacían más que preguntarle al mensajero que se los había hecho llegar, pero este nada decía. “Pero tú, mensajero, algo tienes que saber”. Pero el mensajero seguía callado. Tras muchas insistencias de los persas, rompió su mutismo y dijo: “Gran rey, yo tan sólo tengo la orden de entregaros estos regalos. Nada más os puedo decir. Pero si vosotros, medos, sois tan sabios y tanta fama tenéis de estrelleros, pensad con detenimiento lo que puede significar. Yo, os repito, nada más puedo decir sin que mi vida corra un grave riesgo,.

         Se quedó callado el mensajero escita y, al poco, volvió con los suyos. Se quedaron también en silencio los persas sin saber cómo descifrar tan extraño regalo de los escitas.

         Darío, tras varios días sin salir de su tienda, pensando en qué podría ser ese regalo, llegó a una feliz conclusión que no era sino que los escitas se rendían a su soberanía y así lo explicaba el gran rey a sus consejeros: “Mirad, el pájaro es muy parecido al caballo pues vuela libre por la estepa como él. Por tanto, con este pájaro nos entregan su indomable libertad. La rana, puesto que vive y se cría en el agua, significa que los escitas nos entregan sus costas; el ratón, puesto que en la tierra se cría y come lo mismo que los humanos, significa que nos entregan sus tierras. Y por último, las cinco saetas son una manera de decirnos que nos  entregan todas sus fuerzas y todo su poder. Esta era la interpretación de Darío. Sin embargo, Gobrias, que fue uno de los septiminios que le arrebató el trono al gran mago de los persas, les hizo saber a sus compatriotas su diferente interpretación:

-         ¡Persas, atended: Darío está confundido!

 

Un rumor que desembocó en griterío siguió a estas palabras del sacerdote que, tan pronto como se callaron los persas, siguió hablando:

-         Mirad, yo os hago esta interpretación: si vosotros, persas, no os vais de aquí volando como pájaros, si no os metéis bajo tierra como los ratones o, de un salto, tal y como hacen las ranas, no os echáis al agua de la laguna, os resultará imposible volver sobre vuestros pasos y moriréis traspasados por las saetas.

Confundidos por tan extraños regalos y por las interpretaciones de Darío y de Gobrias, sabiendo que un cuerpo escita había ido a parlamentar con los jonios que, por orden de Darío, custodiaban un puente y que éstos les habían explicado a estos escitas que Darío tan sólo les había encargado vigilar el puente durante sesenta días y que, por tanto, si lo abandonaban una vez pasado ya ese término, ni le ofendían a Darío ni les ofendían a los escitas y sabiendo además que ese cuerpo de escitas había regresado con el grueso de la atropa, decidieron los escitas presentarse  a los persas para trabar combate con ellos.

         Formaron las filas delante de los persas. El viento se quedó parado y guardó silencio. Se pararon  expectantes los caballos salvajes que pastaban no muy lejos del lugar y las aves que iban volando se pararon para ver el encuentro entre ambos ejércitos: el de Darío, en perfecto orden, una máquina de guerra perfecta a la que controlaba la ciega obediencia al gran rey; el de los escitas, por el contrario,  un ejército de hombres libres que luchaban por seguir siéndolo en las infinitas estepas. Darío al frente de sus tropas, comprobó el perfecto estado de las mismas y pensó que no tardarían mucho en masacrar a aquellos pastores nómadas que nada sabían del arte de la guerra. Miró a sus hombres y se sonrió para sus adentros.

         Mas de pronto algo ocurrió en las filas escitas: los soldados corrían sin orden ni concierto, dando gritos; se empujaban y se caían; se reían a carcajadas como unos niños que estuvieran jugando a las puertas de sus cabañas. Nada entendía Darío y, finalmente, envió a un soldado para que les contar lo que estaba pasando en las tropas escitas.

         Cuando volvió el soldado, Darío no daba crédito a sus palabras: “Una liebre, gran rey, están persiguiendo una liebre. Apenas la han visto. Todos se han puestos a perseguirla como si fueran niños”

         Darío, entristecido, mirando al soldado y a Gobrias dijo:

         “En verdad que estas hordas de escitas, hijos salvajes de las estepas, en muy vil concepto nos tienen pues se toman a broma nuestro ataque. Ahora veo que Gobrias tenía razón en la interpretación de sus regalos. Estos bárbaros se burlan de nosotros como si fuéramos unos muchachos imberbes en su pubertad. Que se queden jugando con su liebre que nosotros nos volveremos cuando llegue la noche dejando, eso sí, los asnos para que con sus rebuznos crean los escitas que todavía permanecemos aquí. Por la misma razón, dejaremos, al partir con las sombras, los fuegos encendidos y con ellos los viejos y los inválidos que de nada nos sirven sino de carga. Seguro que, por la mañana, cuando se vean solos, alzarán sus brazos pidiendo socorro a los escitas, pero ya será tarde cuando éstos vengan y descubran que nos hemos marchado. Nada quiero saber de bárbaros para quienes una liebre es más importante que Darío I, hijo de Histspes y Rodoguna, soberano de Persia, Elam, Mesopotamia, Egipto, el norte de la India y de las colonias griegas de Asia Menor.

         Y volviendo su caballo, se llegó hasta el campamento a esperar que el sol se ocultara tras los tesos lejanos que conversan con la tierra y con el cielo y que también tratan con ellos de las lluvias y los vientos, de las escarchas y los rocío, de la nieve y las tormentas.

DARÍO JURA ODIO ETERNO A LOS ATENIENSES

 


Os presento este otro relato en el que es protagonista el rey Darío que, al igual que Aníbal algunos años más tarde, también juró odio eterno a los que eran sus enemigos. Sorprende lo parecidas que son las historias aunque medien un par de siglos y los lugares y culturas sean distintos. Como el anterior, espero que os guste.

 

εὖ εἰδότα ὡς οὗτοί γε οὐ καταπροΐξονται ἀποστάντες, εἰρέσθαι οἵτινες εἶεν οἱ Ἀθηναῖοι, μετὰ δὲ πυθόμενον αἰτῆσαι τὸ τόξον, λαβόντα δὲ καὶ ἐπιθέντα δὲ ὀιστὸν ἄνω πρὸς τὸν οὐρανὸν ἀπεῖναι, καί μιν ἐς τὸν ἠέρα βάλλοντα εἰπεῖν [2] «ὦ Ζεῦ, ἐκγενέσθαι μοι Ἀθηναίους τίσασθαι,» εἴπαντα δὲ ταῦτα προστάξαι ἑνὶ τῶν θεραπόντων δείπνου προκειμένου αὐτῶι ἐς τρὶς ἑκάστοτε εἰπεῖν «δέσποτα, μέμνεο τῶν Ἀθηναίων.»

Heródoto

 

 

         En  los pebeteros de oro en donde se quemaba el incienso que perfumaba aquella habitación que, tapizada con ricas telas traídas por camellos que con su paso en ambladura parecían bailar un baile extraño que hacía mecerse a la sombra que la luna se entretenía en dibujar en la arena del desierto, ocupaban el centro del palacio y del imperio que gobernaba, con mano segura y firme, aquel hombre que, sentado en ricos cojines de Damasco y bebiendo el vino de las islas que le habían servido esclavos nubios en cuyos blancos ojos se reflejaba la muerte del sol tras los montes bermejos que un platero ignoto trabajaba cada tarde, tenía en sus manos la vida y la muerte de casi medio mundo, desde el Asia de estepas de fuego, hasta el Ponto Euxino que, con su falso nombre, atraía a los navegantes que en sus leños, llevando la contraria a la paz del hogar, en cuyo centro ardía la lumbre a la que se calentaban las mujeres y los niños, se aventuraban a llegar a las tierras del Vellocino de Oro y de la maga Medea, tierras de altas montañas por siempre canas, y que aquella noche cenaba en silencio aguardando noticias.

         Entró el mensajero temeroso de su señor y quedóse a su espalda temiendo molestarlo. El humo del incienso envolvía al rey como una niebla misteriosa que lo hacía aún más lejano e inaccesible. Sin embargo, la figura del mensajero se reflejó en la copa de plata que reposaban en la mesa y tuvo el rey un sobresalto que le hizo derramar unas gotas de vino en el mantel que aquella misma tarde, en mula de grave andar, habían venido desde las tierras lejanas del otro lado del Bósforo. Se volvió mientras que con su mano derecha echaba mano al puñal que, enfundado en rica vaina y sujeto por aún más rico tahalí en cuyas piedras preciosas la luz de las velas jugaba a esconderse, le protegía de los malos sueños con que la noche embustera le acosaba. “Qué quieres?”- le dijo al mensajero y éste, poniéndose de  rodillas, como era costumbre entre los persas, le dijo con leve tartamudeo: “Mi rey, Sardes ha sido tomada e incendiada por atenienses y jonios”. Y calló escondiendo su cabeza en el pecho aguardando quizás la orden del rey que lo condenaba a ser decapitado pues no gustaba Darío de tristezas ni de derrotas de su ejército. El rey, afligido por la noticia, devolvió el puñal a la vaina y se dirigió al mensajero: “¿Quién era el jefe de esa coalición?” – dijo casi sin voz. “Aristágoras, mi rey, un milesio” – le contestó el mensajero casi temblando. Una ola de ira hizo palidecer el rostro de Darío. Les daría su merecido a esos jonios que se habían rebelado contra su imperio; quemaría sus ciudades y pasaría a cuchillo a sus gentes, pobres emigrantes venidos del otro lado del mar. Pero ¿quiénes eran los atenienses?

         Nunca había oído hablar de ellos y, ahora que la noche con su cohorte de sombras misteriosas ocupaba la amplia sala comenzando por los rincones y deteniéndose en el círculo tembloroso de las velas, aquel nombre le perturbó de extraña manera y tuvo que mitigar la sequedad de su garganta con el agua que los siervos  habían traído aquella misma tarde desde la fuente que cantaba en la tarde viejas canciones de amor mientras las muchachas soñaban con amores y su piel adolescente se llenaba de un rubor semejante a la roja púrpura que teñía el manto del rey. ¡Los atenienses! Y pidió su arco al mensajero que, al punto, se lo acercó tembloroso con el miedo habitando en sus ojos azules, recuerdo del mar que lo acunó   hasta que soldados persas lo arrancaron de los brazos de su madre. Darío, con el arco en la mano derecha, sacó con su mano izquierda una flecha del rico carcaj, cuero negro con solecillos ponientes de ámbar, y la colocó  en el arco. Luego, apuntó hacia el cielo y, al tiempo que disparaba al aire, gritó con voz potente haciendo temblar las febles maderas que habían usado los mejores ebanistas del reino para hacer, obra suprema de sus manos, el rico biombo que separaba al monarca del misterio de la noche que se desplegaba, tachonado de estrellas, al otro lado de la ventana. “¡Zeus de los griegos, permíteme vengarme de los atenienses!” Se clavó la flecha en el rico artesonado del techo, firmamento de estrellas talladas por la mano de artistas venidos desde las tierras del Caspio y quedóse temblando unos instantes como esperando la respuesta del padre de los dioses y de los hombres.

         Tan sólo el silencio, espeso y denso como las mieles que Darío se hacía traer desde el Himeto, resonó en la sala y el siervo, tembloroso, hizo intención de marcharse. “No te vayas, desgraciado, y escúchame! A partir de este día, siempre que algún compañero tuyo venga con la comida hasta mi mesa que nunca, ¡óyeme bien, desgraciado!, nunca me deje de repetir estas palabras que te voy a decir yo ahora: ¡Señor, acuérdate de los atenienses! ¿Lo has escuchado bien, miserable?” Asintió el pobre siervo y haciendo una reverencia salió de la sala en silencio.

         Aún ciego de ira, hizo venir a Histieo, un milesio al que Darío retenía en su corte desde hacía mucho tiempo. Con Histieo postrado a sus pies, el monarca aqueménida le increpó porque ese tal Aristágoras había encendido un fuego que tan sólo se apagaría con la sangre de los jonios. Histieo, tembloroso, le juró y perjuró que nada había tenido él que ver con esa revuelta y le aseguró que ese hombre, al que era verdad que el mismo había nombrado, había actuado por cuenta propia.

         Un turbio silencio se escuchó en la sala y Darío, mirando su flecha clavada en el artesonado, proclamó que muy pronto aquel desgraciado milesio y todos los malditos atenienses iban a  pagar muy caro su levantamiento.

         De pronto, el viento de la noche cargado de negros presagios apagó las velas y atizó el rescoldo del incienso que se quemaba en ricos pebeteros de oro.

         Darío se tomó un sorbo de un licor dorado que tenía junto a su lecho y cerró los ojos. Se quedó esperando al sueño que, de seguro, lo iba a sorprender maldiciendo a aquel pueblo de malditos hombres libres que habían tomado Sardes y cuyo nombre ya por siempre no olvidaría: los atenienses.

 

 

EL CIEGO BARTIMEO


 

Basándome en textos griegos y latinos, me ha dado ahora por escribir relatos del mundo clásico. Os propongo como lectura este primero sobre el ciego de Jericó, Bartimeo, que, al estar en escrito en koiné, lo considero dentro del mundo clásico. Espero que os guste.

 

 

 

EL CIEGO BARTIMEO      

καὶ ἀποκριθεὶς αὐτῷ ὁ Ἰησοῦς εἶπεν, Τί σοι θέλεις ποιήσω; ὁ δὲ τυφλὸς εἶπεν αὐτῷ, Ραββουνι, ἵνα ἀναβλέψω.  καὶ ὁ Ἰησοῦς εἶπεν αὐτῷ, Ὕπαγε, ἡ πίστις σου σέσωκέν σε. καὶ εὐθὺς ἀνέβλεψεν, καὶ ἠκολούθει αὐτῷ ἐν τῇ ὁδῷ.

 

         Me había pasado media vida sentado bajo aquel  sicomoro pues apenas era un niño cuando mis padres me sentaron cerca del templo en un sitio en donde el paso de los peregrinos me proporcionara unas monedas para poder comer porque nadie le iba a dar oficio a un ciego, un pobre desgraciado que pagaba con su desgracia los pecados de sus antepasados. Sí recuerdo que, de pequeño, veía algunas sombras que custodiaban la ribera de los ríos. Eran sombras enormes, como las de los gigantes de los que mi madre me hablaba en los cuentos que me contaba antes de que el sueño me llegara como una ola caliente y dulce desde sus labios. Me dijeron que eran chopos. Más tarde, mis ojos se cerraron del todo y ya nada más vi.

         Sentado debajo de mi sicomoro sentía que llegaba la primavera porque el aire se embalsamaba con el aroma del saúco,  por el olor de las flores que rodeaban los pozos  de los patios, oasis domésticos que se desbordaban cuando la primavera llegaba; por el suave susurro de la brisa en los trigales jóvenes que asustaban con  sus  lanzas aún verdes a las nubes pasajeras que algún día, casi por descuido, antes de llegarse a países lejanos, dejaban unas gotas de lluvia. Yo reconocía estos días enseguida: primero, sonaban las hojas de este viejo sicomoro a cuya sombra me siento; luego, me llegaba el olor de la tierra sedienta que bebía con ansia los gruesos goterones y, finalmente, el sonido de la lluvia en las hojas. Algunos peregrinos, sorprendidos por el chubasco, corrían a refugiarse y , movidos por la compasión me echaban algunas monedas. Por el olor de sus bolsas, sabía de dónde venían pues a unos la bolsa les olía a la sal del Mar Muerto; a otros, a las tierras cercanas al mar, costas de Tiro y Sidón. Venían judíos oliendo a especias de tierras lejanas y judíos de la Hélade oliendo a tomillo y a leche fermentada. Algunos, por misericordia, me daban algo de sus zurrones y así probé la miel del Himeto, el pescado de Rodas o el cordero de las anchas llanuras de Tesalia. Algunos, que ya me conocían, me traían un regalo, una piedra de ámbar de las costas del Mar Negro, un poco de incienso de las tierras sirias, una fruta olorosa de las tierras que abrazan al lago de Getsemaní. Sin embargo, su mejor regalo era la amistad, el que me hablaran como a un hombre que no llevaba a sus espaldas el dolor de su ceguera. Otras veces, como una tormenta llena de furia, pasaban las trompetas y los caballos de Roma; orgullosos y soberbios, ningún romano me dio nunca nada. Oía sus lanzas, sus espadas, toda su quincallería del dolor y de la muerte y me cobijaba bajo mi manto. Nunca quise tener trato con los poderosos. 

         El verano llegaba de pronto y venía del desierto con una ola de aire caliente como cuando el panadero Ibrahim abría las puertas de su horno. Así, un día, nos llegaba un aliento de fuego que agostaba los trigos y que doraba las uvas. Era entonces, cuando bajaba al mediodía a casa de mi hermana Raquel y allí, en la habitación que se defendía del estío con gruesos muros de adobe, escuchando el extraño idioma de los grillos, pasaba las noches empapado de sudor hasta que el viento solano me refrescaba la frente con la generosidad de los niños y empezaban  los  vencejos sus fiestas en el cielo. Ese mismo viento me traía hasta mi jergón el olor de las rastrojeras, tan embriagador como el vino que fermentaba en las tinajas, preñadas de frescura, que tenía mi cuñado en su bodega. Oía a los niños jugar y algunos se acercaban a la sombra del sicomoro para saludarme. Algunos ya van para hombres…

         Mas,  de pronto, una tarde, se levantaba un viento fresco que hacía que las hojas del sicomoro se agitaran como los sistros que agitan las bailarinas en los banquetes de las gentes principales de Jerusalén y de Jericó  y yo dejaba que aquel viento me abrazara como una mujer, la mujer que nunca tendría porque ¿quién iba a querer a un pobre ciego?

         Un día llegó hasta mis oídos un sonido que me recordó a una  tormenta lejana que, poco a poco, cuando se iba acercando, supe de los que se trataba. Era una multitud que venía aclamando a un tal Jesús de Nazaret, el hijo de un carpintero del que había oído que curaba a los sordos,  que hacía hablar a los mudos y ver a los ciegos. Pensé que él podría curarme, quitarme el dolor de pasarme la vida entre sombras. Por las voces, supe que ya estaban pasando por mi lado y le grité:

-         ¡Jesús, hijo de David! ¡ten misericordia de mí!

Y lo dije tantas veces que no puedo deciros cuántas; y los que lo acompañaban se llegaron a mi lado y me decían que me callara, que no le importunara al maestro con mis gritos. Pero yo seguía gritando:

-         ¡Jesús, hijo de David, ten piedad de mí!

 

Entonces noté  que la muchedumbre se paraba y escuché una voz como nunca había escuchado otra:

-         ¡Llamadlo! – dijo aquella voz. Y el viento dejó de mover las hojas de mi sicomoro. Y un hombre de los que lo acompañaban me dijo:

-         Ánimo, levántate, que el maestro te llama.

 

Al momento, tiré mi manto y fui corriendo hasta donde había oído aquella voz que había ordenado llamarme. Me puse de rodillas y él me dijo:

 

-         ¿Qué quieres que haga por ti?

-         ¡Maestro, que vea!

Sentí su mano en mi frente y después de nuevo su voz:

-         Anda, ve, que tu fe te ha curado.

 

Y, al momento, - ¡os lo juro!- recobré la vista y lo vi delante de mí con la mirada más dulce que un hombre puede soñar. Era la mañana tan hermosa que caí a sus pies herido por tanta belleza. Él, el hijo del carpintero de Nazaret,  me volvió a mirar, me acarició la cabeza y me ayudó a levantarme.

Desde ese día entonces lo sigo a dondequiera que vaya. Entramos en aldeas, en ciudades, en caseríos y en todos los lugares va dejando ese tal Jesús su paz, su amor, su confianza. Sé que ya por siempre lo seguiré porque no podría vivir sin esa mirada que me devolvió la vista.

 

domingo, 5 de febrero de 2023

EL CABALLO Y LORCA

 


Miguel García-Posada en su libro sobre Poeta en Nueva York, nos habla de los símbolos lorquianos no sólo en esa obra, sino en la poesía de Lorca en general. Así, en la página 166 y siguientes, García- Posada hace una distinción entre el valor positivo del caballo y, en su reverso, un valor negativo. Veamos ambos:

Valor positivo:

-         El caballo como símbolo de la naturaleza toda. Es movimiento y fuerza. Así podría ser en la Nana del caballo de Bodas de sangre.

-         El caballo como símbolo erótico. No podemos olvidar aquí ese caballo que, en La casa de Bernarda Alba,  golpea las paredes de la cuadra o el caballo de Pepe el Romano que pasea con su amo y que es el símbolo de la pasión prohibida de puertas para adentro de la casa.

Valor negativo:

-         El caballo convertido en símbolo de la lujuria y del pecado. Pone García Posada un ejemplo muy claro del poema Crucifixión:

 

Llegaban largos alaridos por el sur de la noche seca.

Era que la luna quemaba con sus bujías el falo de los caballos.

 

La luna aquí es la Diosa blanca de Graves, es la Luna-Virgen que cumple en el poema una función terapéutica.

-         La ausencia de vida en el caballo hace de él un heraldo de muerte que se puede convertir en símbolo de la muerte misma. Así en el Poema doble del lago Eden:

 

Y el césped no conocía la impasible dentadura del caballo

 

Visto, muy por encima, la simbología lorquina del caballo, os tengo que confesar un secreto que cuenta el hermano del poeta, Francisco, en sus memorias sobre Federico: que jamás supo montar a caballo ni jamás se montó en uno salvo en los de la ferias o en el caballo del fotógrafo de la fotografía que os pongo como ilustración de la entrada y que le sacaron a Federico cuando cumplía su primer año. ¿Cómo se explica que siendo su padre, Federico García Rodríguez, el mejor caballista de la Vega de Granada y siendo también buen caballista su hermano Francisco, no montara Federico jamás en un caballo? Pues hay razones físicas para que nunca montara y son que Federico tenía un defecto en las piernas que le impedía andar de una manera normal y, por supuesto, montar a caballo. Su madre, doña Vicenta, se quejaba de que, por este defecto en las piernas, a Federico le tomaran por lo que era. Las madres tienden a ocultar a sus ojos hasta la verdad y doña Vicenta no quería ver una realidad de Federico que, lejos de procurarle orgullo, era para él una terrible cruz porque el amor homosexual en Lorca es trágico per se al no tener la posibilidad de engendrar. Quien no entienda esta tragedia de Lorca no puede entender su obra porque Yerma es Lorca y Lorca es Yerma. Pero sobre este tema tan delicado quiero hablaros con más detalle y con más calma. En la Oda a Walt Withman de su poeta en Nueva York, Federico nos explica lo que era para él el mundo homosexual. Nos lo vamos leyendo y lo vemos en unos días. Y, para profundizar en el tema del caballo en  Lorca, ahí tenemos el magnífico libro de Maruja Vieira que lleva por título El caballo en la obra de García Lorca. No digáis que no os pongo deberes.