jueves, 23 de febrero de 2023

DARÍO JURA ODIO ETERNO A LOS ATENIENSES

 


Os presento este otro relato en el que es protagonista el rey Darío que, al igual que Aníbal algunos años más tarde, también juró odio eterno a los que eran sus enemigos. Sorprende lo parecidas que son las historias aunque medien un par de siglos y los lugares y culturas sean distintos. Como el anterior, espero que os guste.

 

εὖ εἰδότα ὡς οὗτοί γε οὐ καταπροΐξονται ἀποστάντες, εἰρέσθαι οἵτινες εἶεν οἱ Ἀθηναῖοι, μετὰ δὲ πυθόμενον αἰτῆσαι τὸ τόξον, λαβόντα δὲ καὶ ἐπιθέντα δὲ ὀιστὸν ἄνω πρὸς τὸν οὐρανὸν ἀπεῖναι, καί μιν ἐς τὸν ἠέρα βάλλοντα εἰπεῖν [2] «ὦ Ζεῦ, ἐκγενέσθαι μοι Ἀθηναίους τίσασθαι,» εἴπαντα δὲ ταῦτα προστάξαι ἑνὶ τῶν θεραπόντων δείπνου προκειμένου αὐτῶι ἐς τρὶς ἑκάστοτε εἰπεῖν «δέσποτα, μέμνεο τῶν Ἀθηναίων.»

Heródoto

 

 

         En  los pebeteros de oro en donde se quemaba el incienso que perfumaba aquella habitación que, tapizada con ricas telas traídas por camellos que con su paso en ambladura parecían bailar un baile extraño que hacía mecerse a la sombra que la luna se entretenía en dibujar en la arena del desierto, ocupaban el centro del palacio y del imperio que gobernaba, con mano segura y firme, aquel hombre que, sentado en ricos cojines de Damasco y bebiendo el vino de las islas que le habían servido esclavos nubios en cuyos blancos ojos se reflejaba la muerte del sol tras los montes bermejos que un platero ignoto trabajaba cada tarde, tenía en sus manos la vida y la muerte de casi medio mundo, desde el Asia de estepas de fuego, hasta el Ponto Euxino que, con su falso nombre, atraía a los navegantes que en sus leños, llevando la contraria a la paz del hogar, en cuyo centro ardía la lumbre a la que se calentaban las mujeres y los niños, se aventuraban a llegar a las tierras del Vellocino de Oro y de la maga Medea, tierras de altas montañas por siempre canas, y que aquella noche cenaba en silencio aguardando noticias.

         Entró el mensajero temeroso de su señor y quedóse a su espalda temiendo molestarlo. El humo del incienso envolvía al rey como una niebla misteriosa que lo hacía aún más lejano e inaccesible. Sin embargo, la figura del mensajero se reflejó en la copa de plata que reposaban en la mesa y tuvo el rey un sobresalto que le hizo derramar unas gotas de vino en el mantel que aquella misma tarde, en mula de grave andar, habían venido desde las tierras lejanas del otro lado del Bósforo. Se volvió mientras que con su mano derecha echaba mano al puñal que, enfundado en rica vaina y sujeto por aún más rico tahalí en cuyas piedras preciosas la luz de las velas jugaba a esconderse, le protegía de los malos sueños con que la noche embustera le acosaba. “Qué quieres?”- le dijo al mensajero y éste, poniéndose de  rodillas, como era costumbre entre los persas, le dijo con leve tartamudeo: “Mi rey, Sardes ha sido tomada e incendiada por atenienses y jonios”. Y calló escondiendo su cabeza en el pecho aguardando quizás la orden del rey que lo condenaba a ser decapitado pues no gustaba Darío de tristezas ni de derrotas de su ejército. El rey, afligido por la noticia, devolvió el puñal a la vaina y se dirigió al mensajero: “¿Quién era el jefe de esa coalición?” – dijo casi sin voz. “Aristágoras, mi rey, un milesio” – le contestó el mensajero casi temblando. Una ola de ira hizo palidecer el rostro de Darío. Les daría su merecido a esos jonios que se habían rebelado contra su imperio; quemaría sus ciudades y pasaría a cuchillo a sus gentes, pobres emigrantes venidos del otro lado del mar. Pero ¿quiénes eran los atenienses?

         Nunca había oído hablar de ellos y, ahora que la noche con su cohorte de sombras misteriosas ocupaba la amplia sala comenzando por los rincones y deteniéndose en el círculo tembloroso de las velas, aquel nombre le perturbó de extraña manera y tuvo que mitigar la sequedad de su garganta con el agua que los siervos  habían traído aquella misma tarde desde la fuente que cantaba en la tarde viejas canciones de amor mientras las muchachas soñaban con amores y su piel adolescente se llenaba de un rubor semejante a la roja púrpura que teñía el manto del rey. ¡Los atenienses! Y pidió su arco al mensajero que, al punto, se lo acercó tembloroso con el miedo habitando en sus ojos azules, recuerdo del mar que lo acunó   hasta que soldados persas lo arrancaron de los brazos de su madre. Darío, con el arco en la mano derecha, sacó con su mano izquierda una flecha del rico carcaj, cuero negro con solecillos ponientes de ámbar, y la colocó  en el arco. Luego, apuntó hacia el cielo y, al tiempo que disparaba al aire, gritó con voz potente haciendo temblar las febles maderas que habían usado los mejores ebanistas del reino para hacer, obra suprema de sus manos, el rico biombo que separaba al monarca del misterio de la noche que se desplegaba, tachonado de estrellas, al otro lado de la ventana. “¡Zeus de los griegos, permíteme vengarme de los atenienses!” Se clavó la flecha en el rico artesonado del techo, firmamento de estrellas talladas por la mano de artistas venidos desde las tierras del Caspio y quedóse temblando unos instantes como esperando la respuesta del padre de los dioses y de los hombres.

         Tan sólo el silencio, espeso y denso como las mieles que Darío se hacía traer desde el Himeto, resonó en la sala y el siervo, tembloroso, hizo intención de marcharse. “No te vayas, desgraciado, y escúchame! A partir de este día, siempre que algún compañero tuyo venga con la comida hasta mi mesa que nunca, ¡óyeme bien, desgraciado!, nunca me deje de repetir estas palabras que te voy a decir yo ahora: ¡Señor, acuérdate de los atenienses! ¿Lo has escuchado bien, miserable?” Asintió el pobre siervo y haciendo una reverencia salió de la sala en silencio.

         Aún ciego de ira, hizo venir a Histieo, un milesio al que Darío retenía en su corte desde hacía mucho tiempo. Con Histieo postrado a sus pies, el monarca aqueménida le increpó porque ese tal Aristágoras había encendido un fuego que tan sólo se apagaría con la sangre de los jonios. Histieo, tembloroso, le juró y perjuró que nada había tenido él que ver con esa revuelta y le aseguró que ese hombre, al que era verdad que el mismo había nombrado, había actuado por cuenta propia.

         Un turbio silencio se escuchó en la sala y Darío, mirando su flecha clavada en el artesonado, proclamó que muy pronto aquel desgraciado milesio y todos los malditos atenienses iban a  pagar muy caro su levantamiento.

         De pronto, el viento de la noche cargado de negros presagios apagó las velas y atizó el rescoldo del incienso que se quemaba en ricos pebeteros de oro.

         Darío se tomó un sorbo de un licor dorado que tenía junto a su lecho y cerró los ojos. Se quedó esperando al sueño que, de seguro, lo iba a sorprender maldiciendo a aquel pueblo de malditos hombres libres que habían tomado Sardes y cuyo nombre ya por siempre no olvidaría: los atenienses.

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario