Os presento este otro
relato en el que es protagonista el rey Darío que, al igual que Aníbal algunos
años más tarde, también juró odio eterno a los que eran sus enemigos. Sorprende
lo parecidas que son las historias aunque medien un par de siglos y los lugares
y culturas sean distintos. Como el anterior, espero que os guste.
εὖ
εἰδότα ὡς οὗτοί γε οὐ καταπροΐξονται ἀποστάντες, εἰρέσθαι οἵτινες εἶεν οἱ Ἀθηναῖοι,
μετὰ δὲ πυθόμενον αἰτῆσαι τὸ τόξον, λαβόντα δὲ καὶ ἐπιθέντα δὲ ὀιστὸν ἄνω πρὸς
τὸν οὐρανὸν ἀπεῖναι, καί μιν ἐς τὸν ἠέρα βάλλοντα εἰπεῖν [2] «ὦ Ζεῦ, ἐκγενέσθαι
μοι Ἀθηναίους τίσασθαι,» εἴπαντα δὲ ταῦτα προστάξαι ἑνὶ τῶν θεραπόντων δείπνου
προκειμένου αὐτῶι ἐς τρὶς ἑκάστοτε εἰπεῖν «δέσποτα, μέμνεο τῶν Ἀθηναίων.»
Heródoto
En
los pebeteros de oro en donde se quemaba el incienso que perfumaba
aquella habitación que, tapizada con ricas telas traídas por camellos que con
su paso en ambladura parecían bailar un baile extraño que hacía mecerse a la
sombra que la luna se entretenía en dibujar en la arena del desierto, ocupaban
el centro del palacio y del imperio que gobernaba, con mano segura y firme, aquel
hombre que, sentado en ricos cojines de Damasco y bebiendo el vino de las islas
que le habían servido esclavos nubios en cuyos blancos ojos se reflejaba la muerte
del sol tras los montes bermejos que un platero ignoto trabajaba cada tarde,
tenía en sus manos la vida y la muerte de casi medio mundo, desde el Asia de
estepas de fuego, hasta el Ponto Euxino que, con su falso nombre, atraía a los
navegantes que en sus leños, llevando la contraria a la paz del hogar, en cuyo
centro ardía la lumbre a la que se calentaban las mujeres y los niños, se
aventuraban a llegar a las tierras del Vellocino de Oro y de la maga Medea, tierras
de altas montañas por siempre canas, y que aquella noche cenaba en silencio
aguardando noticias.
Entró el mensajero temeroso de su señor
y quedóse a su espalda temiendo molestarlo. El humo del incienso envolvía al
rey como una niebla misteriosa que lo hacía aún más lejano e inaccesible. Sin
embargo, la figura del mensajero se reflejó en la copa de plata que reposaban
en la mesa y tuvo el rey un sobresalto que le hizo derramar unas gotas de vino
en el mantel que aquella misma tarde, en mula de grave andar, habían venido
desde las tierras lejanas del otro lado del Bósforo. Se volvió mientras que con
su mano derecha echaba mano al puñal que, enfundado en rica vaina y sujeto por aún
más rico tahalí en cuyas piedras preciosas la luz de las velas jugaba a
esconderse, le protegía de los malos sueños con que la noche embustera le
acosaba. “Qué quieres?”- le dijo al mensajero y éste, poniéndose de rodillas, como era costumbre entre los
persas, le dijo con leve tartamudeo: “Mi rey, Sardes ha sido tomada e
incendiada por atenienses y jonios”. Y calló escondiendo su cabeza en el pecho
aguardando quizás la orden del rey que lo condenaba a ser decapitado pues no
gustaba Darío de tristezas ni de derrotas de su ejército. El rey, afligido por
la noticia, devolvió el puñal a la vaina y se dirigió al mensajero: “¿Quién era
el jefe de esa coalición?” – dijo casi sin voz. “Aristágoras, mi rey, un
milesio” – le contestó el mensajero casi temblando. Una ola de ira hizo
palidecer el rostro de Darío. Les daría su merecido a esos jonios que se habían
rebelado contra su imperio; quemaría sus ciudades y pasaría a cuchillo a sus
gentes, pobres emigrantes venidos del otro lado del mar. Pero ¿quiénes eran los
atenienses?
Nunca había oído hablar de ellos y,
ahora que la noche con su cohorte de sombras misteriosas ocupaba la amplia sala
comenzando por los rincones y deteniéndose en el círculo tembloroso de las
velas, aquel nombre le perturbó de extraña manera y tuvo que mitigar la
sequedad de su garganta con el agua que los siervos habían traído aquella misma tarde desde la
fuente que cantaba en la tarde viejas canciones de amor mientras las muchachas
soñaban con amores y su piel adolescente se llenaba de un rubor semejante a la
roja púrpura que teñía el manto del rey. ¡Los atenienses! Y pidió su arco al mensajero
que, al punto, se lo acercó tembloroso con el miedo habitando en sus ojos
azules, recuerdo del mar que lo acunó hasta que soldados persas lo arrancaron de los
brazos de su madre. Darío, con el arco en la mano derecha, sacó con su mano izquierda
una flecha del rico carcaj, cuero negro con solecillos ponientes de ámbar, y la
colocó en el arco. Luego, apuntó hacia
el cielo y, al tiempo que disparaba al aire, gritó con voz potente haciendo
temblar las febles maderas que habían usado los mejores ebanistas del reino
para hacer, obra suprema de sus manos, el rico biombo que separaba al monarca
del misterio de la noche que se desplegaba, tachonado de estrellas, al otro
lado de la ventana. “¡Zeus de los griegos, permíteme vengarme de los atenienses!”
Se clavó la flecha en el rico artesonado del techo, firmamento de estrellas
talladas por la mano de artistas venidos desde las tierras del Caspio y quedóse
temblando unos instantes como esperando la respuesta del padre de los dioses y
de los hombres.
Tan sólo el silencio, espeso y denso
como las mieles que Darío se hacía traer desde el Himeto, resonó en la sala y
el siervo, tembloroso, hizo intención de marcharse. “No te vayas, desgraciado,
y escúchame! A partir de este día, siempre que algún compañero tuyo venga con la
comida hasta mi mesa que nunca, ¡óyeme bien, desgraciado!, nunca me deje de
repetir estas palabras que te voy a decir yo ahora: ¡Señor, acuérdate de los
atenienses! ¿Lo has escuchado bien, miserable?” Asintió el pobre siervo y
haciendo una reverencia salió de la sala en silencio.
Aún ciego de ira, hizo venir a Histieo,
un milesio al que Darío retenía en su corte desde hacía mucho tiempo. Con
Histieo postrado a sus pies, el monarca aqueménida le increpó porque ese tal
Aristágoras había encendido un fuego que tan sólo se apagaría con la sangre de
los jonios. Histieo, tembloroso, le juró y perjuró que nada había tenido él que
ver con esa revuelta y le aseguró que ese hombre, al que era verdad que el
mismo había nombrado, había actuado por cuenta propia.
Un turbio silencio se escuchó en la
sala y Darío, mirando su flecha clavada en el artesonado, proclamó que muy
pronto aquel desgraciado milesio y todos los malditos atenienses iban a pagar muy caro su levantamiento.
De pronto, el viento de la noche cargado
de negros presagios apagó las velas y atizó el rescoldo del incienso que se
quemaba en ricos pebeteros de oro.
Darío se tomó un sorbo de un licor
dorado que tenía junto a su lecho y cerró los ojos. Se quedó esperando al sueño
que, de seguro, lo iba a sorprender maldiciendo a aquel pueblo de malditos
hombres libres que habían tomado Sardes y cuyo nombre ya por siempre no
olvidaría: los atenienses.
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