Por
el principio de mayo, empezaban a poner en la Castellana unas tiendas grandes
de campaña del ejército y con eso bastaba para que en mi corazón se encendiera
la luz de la alegría porque el desfile estaba cerca. Si ponían las tiendas, era
cuestión de unos pocos días para que el desfile se celebrara. Yo veía a los
soldados entrar y salir de ellas con sus uniformes tan parecidos a los de mis
Madelmanes y ya sentía cercano ese día de días en que, desde los setos de la Castellana,
mi familia y yo íbamos a ver el Desfile
de la Victoria. Por aquellos días, no sabía a qué victoria se referían los que
así los llamaban y para mí era tan sólo “el desfile”, ese día de fiesta con la
luz de mayo que yo notaba pero no apreciaba en su justo valor porque para
apreciar la luz hay que notar y sentir la sombra y la sombra no existe en el
paraíso de un niño. ¡Qué pronto va a ser el desfile! - me decía- y los días
pasaban lentos como ya nunca más han vuelto a pasar.
Cuando llegaba el día, los caballos de
la Guardia Civil formaban en mi calle.
Salíamos a coger sitio, en aquel seto, cerca del árbol de las orugas que tanto
miedo me daba porque tenía unas protuberancias que lo hacían raro, casi
monstruoso. Pero no tenía ninguna enfermedad, tan sólo que era viejo y a un
niño lo viejo le produce un extraño
desasosiego como si, en los hondones del alma, algo le anunciara que el paraíso
acabaría algún día. Desde aquel seto veía los tanques formados y, subidos en
ellos, los conductores con sus pañuelos amarillos. Un año, uno de esos militares,
se acercó al seto para saludar a su familia que veían el desfile al lado
nuestro. Me pareció casi un dios.
Tras los tanques, venían las fuerzas a
pie: la legión con su cabra, el regimiento alpino con sus trajes blancos, tan
blancos como sólo en la infancia se puede ver ese color; los Regulares, tan extraños
con su gorro rojo y su aspecto africano; la Marina que formaba en Martínez
Campos y, al final, los Guardias Civiles que habían estado formados en mi
calle. Uno de ellos tenía una barba blanca y larga, como si fuera un genio de
los bosques. Mi abuelo, para que lo viera mejor, me acercaba desde casa una
silla de madera pintada de negro y, subido en ella, veía pasar el desfile por
encima del seto verde que me separaba de la gloria. Por el cielo, pasaban las
escuadrillas aéreas formando la bandera de España y entonces mi abuelo me
contaba que, durante la guerra aquella de la que tanto hablaba, él había visto
a García Morato abriéndoles paso desde su avión y animándoles con la mano a que
avanzaran hacia ese Madrid que se moría de hambre y al que, un día, aquel señor
bajito, que estaba en una tribuna cerca de Colón, bombardeó con bocadillos de
jamón.
Al acabar, volvíamos a casa y antes mi
abuelo, con el señor Jesús, y con un
recogedor de madera, iba echando en un cubo las boñigas de los caballos que le
servían de abono a los geranios que lucirían hermosos y provocadores citando a
toros imaginarios en aquella terraza en la que pasé mi infancia.
Muchos años después, leí en la columna
de Umbral en El Mundo que los desfiles les gustaban a las putas y a las chachas.
No se lo discutiré, pero sí le diré que se olvidó de mí que era el más devoto
seguidor de aquella parada militar que con el tiempo se dejó de llamar de la
victoria, justo cuando me enteré de qué victoria se trataba y la empecé, sin
que lo supiera mi abuelo, claro, que había sido abanderado en aquellas tropas
que tomaron Madrid, a tenerle una cierta
inquina porque esa victoria que celebraban era el fruto de media España contra
la otra media; de tres años de muerte, de sangre y de fuego en la vieja piel de toro.
Había que esperar hasta el año que
viene, pero ¿qué era el tiempo para un niño –dios eterno? Un compañero de
colegio traería unos gusanos de seda que yo pondría en una caja de zapatos y a
los que habría que alimentar con la morera que iríamos a coger a la calle de
Castellón de la Plana, allí en donde había varios árboles que sobresalían por
las tapias de los jardines y habría que ir viéndolos crecer y luego convertirse
en mariposas que morían al poco. ¡Ay los gusanos de seda! Por mucho que recogía
sus huevos, diminutos y amarillos, nunca
pude tener crías y, al año siguiente, otro compañero me regalaba otros pocos
gusanos con su color blancuzco y con el olor de la poca morera que incluía en
su obsequio.
Mayo, era por mayo, cuando hace la
calor y una luz que olía a la flor de los castaños de Indias llenaba el aire y en
los jardines del Alto del Hipódromo y en los de la Residencia de Estudiantes
había un no sé qué que nos decía que la vida había triunfado sobre la muerte. Y
la luz dejaba a la sombra vencida en aquellas mañanas de mayo en que yo veía el
desfile de la Victoria desde una silla de madera pintada de negro que me traía
mi abuelo Luis desde nuestra casa, aquella casa que tenía una esquina en donde
el viento soplaba en el invierno y en donde mi madre me decía que me atara bien
la bufanda mientras me colocaba el gorro de verdugo para que no me entrara
frío. ¡Ay esa esquina que se ha ido rompiendo con los años y que ahora yace rota
en el recuerdo!