No me ha extrañado nada la elección de Donald Trump
porque esa elección es resultado de un mundo sociedad zafia, soez, de promesa
fácil que tiene un cumplimiento incierto, de gentes que están contra el sistema
pero se han forrado con el sistema, de arribistas, de gansters. En España,
tuvimos un Donald Trump en la persona de Jesús Gil, constructor sin escrúpulos
que le caía a la gente bien porque, como Trump, era un tío campechano, el
fulano con el que nos podemos encontrar en el bar, mientras nos tomamos unas
cervezas y cuyo conversación no pasa del racismo ( los putos moros nos quitan
el trabajo) y racista. Son estos personajes casposos, esos Torrentes con los
que Santiago Segura hizo mucha pasta y que son el corazón de la España
profunda. También hay una América profunda con bares en cuyas barras se ve a
los mejicanos como morenos que vienen a traer droga y a quitar el trabajo a los
americanos rubios y de ojos claros; en las que los negros tenían que seguir
siendo esclavos y en las que un tío sin educación, que pone los pies sobre las
mesas y que hace lo que quiere porque tiene dinero y el dinero es el puto amo.
En este asqueroso mundo, el que manda es el dinero que, ya lo decía el
Arcipreste, hacía correr al cojo y al iletrado hace doctor. No, no me ha extrañado nada la elección de un
casposo para la presidencia de un país que, no lo olvidemos, tuvo la primera
constitución que se basaba en los
postulados de la Ilustración. Ya veis, tanta Ilustración para que doscientos
cuarenta años después, el país caiga en manos de un botarate que no habrá leído
a Walt Whitman en su puta vida ni falta que le hace para soltar regüeldos en la
barra del bar en el que nunca entraría Emily Dickison, en donde la poesía es
para maricones y los besos son para señoritas porque lo nuestro es follar. Y no
me refiero a bares de EEUU, sino a otros más cercanos en nuestra España. Y es
que la caspa avanza como una peste.
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