Cuando
bajaba la marea, cruzábamos Lapamán, aprovechábamos que el acantilado estaba
separado del mar por un pasillo de arena, recorríamos dos playitas maravillosas
y llegábamos hasta el tómbolo que unía la isla con la tierra. Teníamos muy poco
tiempo porque el mar, que por unos minutos había dejado un paso de tierra,
volvía, de un lado y de otro, a tomar lo que era suyo y, si nos descuidábamos,
nos podíamos quedar en aquella isla mágica a pasar la tarde. Los días que nos
llegábamos hasta la isla siempre acabábamos llegando tarde a la sombrilla para
desesperación de mi abuela Patro que esperaba para subir a comer donde Lino,
aquel maravilloso restaurante en donde el viento del mar se colaba hasta las
mesas y en donde, quizás por eso, las xoubas y la merluza “de pincho” tenían un
sabor inigualable. A aquella isla que seguíamos viendo desde El Pino (así se llama
el restaurante de Lino que , aunque ya
no esté entre nosotros, seguro
que sigue comandando aquella insula
feminarum que era la cocina) la llamábamos la “isla del Santo” porque
alguien, puede que Castor, el Matalobos, nos había dicho que la aquellos restos
de piedra que se veían eran el eremitorio de un santo que se había retirado a
aquella isla para orar pro omnium
peccatis.
Hace unos días, leyendo esa maravillosa
historia de Marín de José Martínez, he sabido que aquellas ruinas son los
restos de una primitiva capilla que ni más ni menos que don Payo Gómez Charino,
marino y poeta, construyó en la Isla de San Clemente cuando volvía de la conquista de Sevilla en la que
había participado con sus naves junto al rey Fernando III, el Santo cuya
efemérides es hoy, 30 de mayo. Según contaba don José, en el siglo XVIII, sobre
lo que había construido el marino poeta parece ser que construyeron una ermita
que es la que vemos ahora con algunos retoques que le dieron durante el pasado
siglo en los que usaron el cemento.
Como los trovadores galaicos
portugueses, me gustaría decir “Quén me dera na illa”, viendo como dos labios
de mar se besan en el tómbolo recoleto y hermoso que nos dejaba pasar hasta
ella y llegando hasta su pequeño territorio de toxos en donde nuestras piernas
infantiles y en bañador recibían los arañazos traidores de tan recios espinos
como recuerdo de nuestra pacífica conquista de la isla de San Clemente.