Y aquí, aun a riesgo de ponerme muy pesado, os va este cuarto relato.
LA MUERTE DE
ARQUÍMEDES
El fuego, como en las profecías de los
augures, caía del cielo e iba envolviendo, pegajoso como la miel del Himeto,
las jarcias, las gavias, los rostra que comenzaban a arder y que poco a poco
iban llevando las llamas hasta la cubierta; una vez que el fuego había prendido
en ella, el barco se convertía en una
bola de fuego que ni siquiera el agua apagaba pues en las mismas olas del mar
aquella maldición de los dioses flotaba mientras seguía ardiendo y formaba
grandes islas que parecían más propias de los ríos infernales que de las costas
de Siracusa. Los romanos, supersticiosos como ningún pueblo, había llegado a
temer tanto a ese enemigo diabólico, que
dominaba el fuego como Prometeo, que, tan pronto como veían por los cubos de la
muralla aparecer una polea o una viga, se llenaban de terror y se escondían
bajo las lonas de la cubierta. Marco Claudio Marcelo apenas podía contener le pánico de sus
hombres que se creían víctimas de una maldición. Casi dos años llevaba
intentando entrar en aquella ciudad en la que había vivido Platón invitado por
Ierón; una ciudad rica y culta que había decidido unirse a los cartagineses en
esa segunda guerra púnica que Roma sostenía contra ellos. Sabía el general que
en aquella ciudad vivía Arquímedes, un sabio cuyos inventos le deslumbraban aun
siendo enemigo y por el que había dado órdenes claras y concisas para que se le
respetara aunque , día tras día, inventaba nuevas armas que hacían imposible la
toma de la ciudad. Bien sabia Marcelo que ese fuego que sus hombres creían
infernal era un invento de Arquímedes, su enemigo y, sin embargo, muy admirado
sabio.
Seguía pasando el tiempo y la toma de
Siracusa cada vez estaba más lejana. Las esperanzas romanas iban menguando y Marcelo
llegó a pensar que lo mejor sería volver a Roma porque la guerra naval no era
la especialidad de esos pastores que iban camino de convertirse en dueños del
mundo. Sin embargo, una noche, un espía le vino a decir que los siracusanos
iban a hacer una fiesta a Artemisa y que, aprovechando la alegría de la misma,
se había confabulado con un habitante de la ciudad griega para que les dejara
entrar en ella. Marcelo envió a sus hombres a Siracusa y éstos pudieron entrar
para proceder a la toma de la ciudad siciliana.
Ya habían entrado las tropas romanas,
cuando un veterano centurión avanzaba espada en mano por la ciudad cuando
descubrió a un hombre que, ajeno al mundo, dibujaba en la arena con un palo. Estaba
resolviendo un problema matemático cuando el centurión se acercó a él:
-
Siracusano, deja de escribir en la
arena y date preso.
-
Espera, romano, tengo que acabar este
diagrama.
-
Te lo repito: deja esos dibujos y date
preso.
-
Poco sabes de matemáticas, romano,
pues, si supieras, sabrías que hay que llegar siempre a la resolución de los
problemas.
El
romano avanzó con su espada desnuda:
-
¿Te digo que vengas!
-
¡Y yo te digo que voy a terminar el
problema!
Arquímedes
siguió escribiendo y sacó de su bolsa una regla para sus trabajos matemáticos.
Todo sucedió muy
rápido. El romano, al ver al griego sacar algo parecido a la hoja de una
espada, se acercó y, en su enfado, pisó los círculo del sabio:
-
Noli turbare círculos meos- dijo el
sabio.
-
Stulte graece, an nonne mortem
proximam vides?
Y
la espada del romano atravesó al sabio que murió al instante. El centurión envainó su espada y siguió recorriendo la
ciudad.
Habían pasado ocho meses y todavía las
tropas de Marcelo seguían luchando por
conquistar Siracusa y no la habrían tomado de no haber sido por un traidor que
abrió las tropas de la ciudad a las tropas romanas.
Volviendo a Roma, Marcelo reflexionaba
en la borda del barco sobre la muerte de aquel sabio. Nunca quiso conocer el
nombre de aquel centurión que lo había matado. Al fin y a la postre, Arquímedes
sería conocido por siempre, mientras que para el centurión nadie conocería su
nombre. Marcelo miró al mar y pensó que lo mismo que las olas seguirían
agitando su superficie y reposando más tarde en las playas para aliviar su
cansancio, el nombre de aquel sabio iría de boca en boca y de libro en libro y
que quizás, muchos siglos después, alguien escribiría un relato sobre la toma
de Siracusa y hablaría de aquel sabio griego.
Y así, los hombres del futuro recordarían
a ese sabio cuyo nombre era Arquímedes.