LOS HÚNGAROS ( I)
Cuando
yo era pequeño, lo húngaro me sonaba al pan del que hablaba mi abuela Patro y
que compraba ella en el Madrid de los años treinta en Viena Hungaria; también, a la famosa canción húngara de “Alma de Dios”,
la zarzuela de José Serrano, y a las historias de los húngaros que, para mis
abuelos, eran los gitanos que iban con un oso por las calles. También eran los
relatos casi épicos de mi abuelo Luis sobre un gran jugador de fútbol que se
llamaba Puskas. Más tarde, Hungría era ese país que tenía unos sellos muy
bonitos en los que ponía Magyar Posta que era como, en su lengua, decían ellos
correos húngaros. Eso lo aprendí en mi época de infantil filatélico. Más tarde,
fueron las Rapsodias Húngaras de Lizst cuando yo era un joven estudiante de
piano deslumbrado por la maestría del genio húngaro y los movimientos
“húngaros” de algunos conciertos. Y claro ¡cómo olvidarse de las Danzas
Húngaras de Brahms! En la actualidad, tres escritores húngaros me llevan a este
país centroeuropeo de grandes llanuras: Imre Kerstéz, Lajos Zilahy y Sándor
Marai. Y se me queda en el tintero otro, Ferenz Karinthy, cuya obra Metrópolis me pareció una muy buena
novela con ese hombre que no sabe en qué ciudad está quizás porque todas son
una y la misma. Como no puedo tratar de todos a la vez, comenzaré por el que he
nombrado en segundo lugar.
No
conocí a Lajos Zilahy hasta hace un par de años en que, por medio de unas
conferencias que se hacían (los recortes de la Santa Junta, como tantas cosas,
se las han llevado de calle) y que se recogían después en unos libritos que se
regalaban en las librerías y que se llamaban La biblioteca del náufrago, tuve conocimiento de él. En uno de aquellos libros, Pilar Mateos decía
que había vuelto a Primavera mortal
“como quien vuelve a un amor”. Empecé, pues, por leer Primavera
mortal (no mortífera como la han publicado ahora los de “El Funambulista”)
y me encantó. Había un extraño aroma en esas novelas que compré de viejo; unos
personajes poco habituales que me encantaron. Ya de vacaciones, en mi muy querido Suances,
compré en un mercadillo un ejemplar muy antiguo y con manchas de humedad como
si su estado estuviera en consonancia con su título: Algo flota sobre el agua. También me gustó mucho aquella historia
que destilaba un aroma incierto que no sé bien precisar: ¿el olor del río?, ¿el
olor de aquella casa de los pescadores? o ¿el olor de la muerte? No lo sé, pero
su lectura me hizo pasar un buen rato en el que disfruté de la buena técnica
literaria de este autor. También durante aquel verano de 2011, leí los relatos breves que recogió en El velero blanco y me parecieron buenos. También leí Los Dukay, la historia de una familia noble del Imperio
Austro-húngaro, y no me dijo tanto quizás porque mi referente en libros de
familias son Los Buddenbrooks de mi
muy admirado y leído Tomas Mann. No os cuento más del bueno de Lajos, sino que
os recomiendo vivamente su lectura. A mí me hizo pasar muchos buenos ratos
lectores en ese verano, Espero que a vosotros os ocurra lo mismo.
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