Esta novela de Pereda comienza en La Montaña, en esa región a la que tanto quería el novelista de Polanco. Y en esa Montaña habitan Pedro y su padre, un hidalgo montañés en el que Pereda, a diferencia del hidalgo de Blasones y Talegas, no carga las tintas: es un hombre orgulloso de su linaje que no puede soportar a los García, unos advenedizos, homines novi, que detentan el Ayuntamiento, pero poco más. Su hijo es noblote y honrado, un montañés sin tacha. Sin embargo, la llegada de los madrileños cambia esas vidas pues le ofrecen a Pedro, por medio del padre, un politicastro corrupto de tres al cuarto, un empleíllo en la capital del reino. Y para allá que se va el montañés y en el camino conoce a Carmen y a su padre, un cesante en el que se ven muchos puntos de contacto con el cesante del Miau galdosiano. El pobre hombre sufre los cambios de gobierno, tan habituales en la España de entonces, teniendo que hacer mudanzas de provincias al Foro y viceversa; y junto a él lo sufren su hija Carmen y Quica, una señora que les cuida y les atiende. Poco a poco, Pedro va escalando por el cursus honorum y llega hasta ser gobernador de provincia mediterránea de donde se marcha por los abusos de su secretario en connivencia con su mujer y su suegra. El final no lo cuento, pero sorprende porque estábamos esperando una boda que no se llega a dar y uno siente pena por el pobre Pedro Sánchez. Sin embargo, en esta novela, lo importante es esa pintura de tipos en la vida matritense corrompida, llena de esos políticos que nos da la impresión de que han salido de noviembre de 2015 y no de mediados del XIX.
¡Mon Dieu, qué poco hemos cambiado!
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