Cuando pienso en Cataluña,
pienso en mi admirado Josep Pla, en Gaudí, en Pau Casals, en Verdaguer, en
Carles Riba, en las maravillosas traducciones de la Fundación Bernat Metge, en
Berenguer Amenós, en Bassols de Climent, en mi querido profesor Sabastián Mariner
Bigorra, en Miquel Dolç, en Antoni Tapies, en Josep Pons, en Jordi Casas, en Josep María
de Segarra; en mis amigos José Luis Riera, gerundense como el sinvergüenza de
Puigdemont, o Miguel Arrufat Pujol, tarraconense de Tortosa; también podría
pensar en Clementina Arderiu, en
Salvador Espriú o en Clara Jarnés. Es decir, en gentes en los que estos
analfabetos indocumentados serían incapaces de pensar. No pienso tampoco en
esta Cataluña que han creado esta gentuza que han convertido un hermoso país en
un burdel. No puedo pensar en los robos de Pujol, en las bravuconadas de Mas o
en la caspa de la Rahola. ¡Pobre Cataluña, en qué manos has caído! El Gobierno
de España está en la obligación ineludible de rescatar a los catalanes que se
sienten españoles o que, sencillamente, no son independentistas y sacarlos de
las garras de esta zahúrda en la que se ha convertido el gobierno de la
Generalitat. Nunca tan malos catalanes – ladrones, corruptos, irresponsables-
gobernaron su país. Es el momento de actuar contra ellos con todo el peso de la
ley antes de que acaben convirtiendo mi querida Cataluña en un erial en donde
ni las ratas, más dignas que ellos, puedan vivir.
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