Me llevaba esperando casi tres
años don José Zorrilla para que le leyera sus Memorias de un tiempo viejo, pero
otras lecturas que se iban metiendo de por medio, con poco respeto por el poeta
vallisoletano, la iban retrasando es hasta que, al llegar febrero, mes en que
el poeta de la calle de la Ceniza nació en Pucela, me la propuse como una de
las lecturas del mes. Y no sólo no me ha defraudado, sino que ha sido una
fantástica lectura. Su vida bohemia en Madrid, su paso a México y una parte
final en la que Zorrilla narra de manera maravillosa una serie de cuentos
escritos con una prosa de las mejores del siglo XIX. Sin embargo, no quiero
hablaros en detalle de las partes del libro ni de su contenido, sino de algo
que me ha llamado poderosamente la atención: la figura del padre. En las
Memorias, Zorrilla cuenta como el padre, juez rígido y severo y más tarde
superintendente de Policía con Fernando VII, le puso a estudiar Derecho en
Valladolid, pero José era más dado a la bohemia y no aprovechaba los estudios.
Su padre, harto de la fama de golferas que le iba cogiendo el hijo, le dijo,
más o menos que, para estar haciendo el vago, mejor estaba en Torquemada
cavando la tierra. Y lo envió para el pueblo palentino sin imaginar que su José
se iba a escapar de la diligencia y, a lomos de una mula, iba a huir camino de
Madrid. Pues bien, este hecho marcó la vida de Zorrilla que tal y como él mismo
dice, toda su obra no fue sino un intento de conseguir el perdón del padre; una
demostración de que podía alcanzar la fama y ofrecérsela en reparación por su
desobediencia. Es más, cuando el padre muere, Zorrilla, que no recibió por
herencia más que deudas, se marchó para México” con la idea de morir. En
tierras aztecas, casi no escribió poesía y, cuando regresó a España, fue
cuando, acuciado por las deudas, escribe estas Memorias del tiempo viejo que le fue pagando el Imparcial por
entregas ya que el poeta estaba - ¡cómo no! - en una situación muy apurada pues
no tenía ni siquiera una paguilla del Estado en tiempos en que la propiedad
intelectual no había llegado. Pero es que Zorrilla, en los cuentos que el libro
incluye, pondera la labor de su padre como Superintendente de Fernando VII y
alaba su labor en la limpieza de las calles de Madrid de bandidos ya que no
había día sin que no se ahorcara a varios en alguna plaza matritense. Sin duda,
Zorrilla se debatía entre un temor y un amor por su padre y toda su vida no fue
sino un intento de ganarse el amor de padre que, hombre frío y riguroso, le
costaba dejar traslucir sus sentimientos por su único hijo. Un psicólogo diría
que Zorrilla padeció un complejo de Electra (apenas habla de su madre y menos
aún lo hace de su mujer), pero el padre, su gran ídolo, llena el libro. Yo creo
que también estas memorias las escribió para seguir ese proceso de reconciliarse
con el padre, su amor y su miedo, esa figura que, como el Comendador de su Don Juan,
lo persiguió toda su vida. Zorrilla sentía por su padre un gran temor, pero también un gran amor que el pobre poeta
no sabía cómo hacer llegar a un padre que no le habían educado para la
sensibilidad, sino para el rigor y la ocultación de los sentimientos, algo, por
otra parte, muy habitual en la educación de los hombres hasta casi finales del
siglo XX. Una buena lectura con la que, finalmente, me he encontrado en este
febrero en el que ya canta el mirlo por las sotos de Boecillo.
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