Era,
más o menos, por esta época, cuando mis abuelos, Julio y María, venían a casa
para pasar las ya no muy lejanas fiestas de Navidad. El belén se tardaba mucho
en poner y no se colocaba hasta el día del sorteo de lotería y la Navidad
duraba lo justo para disfrutar con ella, es decir, liberada de Black Friday y
ese vómito consumista en grandes superficies. De la llegada de mis abuelos, recuerdo el olor a los membrillos que abuelo
había recogido en los árboles de El pico del águila y que en su bicicleta había
llevado hasta el cuarto de las gaseosas. Luego, abuela los envolvía en papel de
periódico y así viajaban en el coche de línea que les unía con la ciudad en
donde vivíamos; el olor a las rosquillas de palo con su poquito de anís que hacía
con mano maestra Jani, tal como ahora es su hija Ana Luisa la que me hace
recuperar aquel sabor de la infancia y el olor de unas cajas azules y rojas con
los pastelillos de Herma. Yo, la verdad, de pequeño no era muy chocolatero y
prefería los de mantequilla, pero ahora, con los años, me he ido aficionando a
los pastelillos de chocolate. Hubo una época incluso – los ya veteranos lo
recordarán -, que los pastelillos de Herma eran también de yema y de mermelada
salvo que esté un servidor confundido y todo haya sido una visión como aquellas
que contaba don Álvaro Cunqueiro que tenía Simbad cuando veía las islas de más
allá de la Trapobana. Cuando los abuelos se habían terminado de aposentar,
abuelo Julio se marchaba a buscar por todos los estancos del barrio sus puros
Farias de los que, de manera homérica, en épocas de regadío, podía llegar a
fumarse catorce. Él distinguía a la perfección los de las distintas fábricas
que había en España y consideraba los mejores a los de la fábrica de La
Coruña que, según decía él, no salían
del ámbito gallego. La llegada de mis abuelos a casa era el comienzo de
aquellas fiestas navideñas llenas de alegría en las que el día 24, que era
laborable por la mañana, los obreros salían con la paga en el sobre y llenaban
los bares para pedirse unas gambas porque entonces el marisco era cosa de ricos
y los pobres tan sólo lo catábamos en Navidad. No importaba la oscuridad de los
días porque la luz de aquellas fiestas lo llenaba todo y, entre villancicos de
Manolo Escobar y de Miguel de los Reyes o canciones navideñas de Raphael, el
eterno que también conocen mis hijos, y niños con pandereta, con Franco o sin
Franco, con Rey o sin Rey, éramos los más felices del mundo. Todo esto ha
venido porque hoy, al ir a comprar el pan, he comprado también una caja de los pastelillos
de Herma, ya sabéis, esos que van en una caja roja y azul con un pastelero y su
bandeja. Lo mismos que traían mis abuelos entre rosquillas de la Jani y membrillos
del El pico del águila. Los mismos, que sin que los Herma, sus elaboradores en
Laguna lo sepan, son una de las puertas secretas de mi infancia.
domingo, 22 de noviembre de 2020
LOS PASTELILLOS DE HERMA
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Comparto con Luis González esos recuerdos maravillosos de la infancia ligados a la comida casera y artesana de nuestros mayores.
ResponderEliminarCuando en casa nos traian ,en contadas ocasiones, mis padres las cajas de pastelillos Herma,era una fiesta.
Mantengamos y trasmitamos esos bonitos recuerdos.
Saludos
Tre muchos recuerdos tenían que volver aser los pastelitos herma otravez
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