domingo, 31 de diciembre de 2023

McKENZIE, McKINLEY Y LA SUDADERA DE MI HIJO MARIO

 


Anda mi hijo del alma Mario muy pagado de la ropa de McKenzie y un servidor ese nombre le trae a la memoria las frías tierras de Alaska y del Canadá. El río en cuestión que se denomina así desemboca en el mar de Beaufort, en aguas del Ártico. Los antropólogos le tienen en alta estima porque suponen que por su valle fue la entrada de los migrantes asiáticos que entraron en las tierras americanas hace, más o menos, diez mil años. El río recibe el nombre del explorador escocés Alexander McKenzie que fue el que lo recorrió y llegó hasta su desembocadura allá por 1789 exactamente el mismo día que los franceses andaban tomando La Bastilla. Todo esto está muy bien, pero la ropa de Mario se llama como se llama no porque los de JD hayan querido traer al recuerdo al río o al explorador escocés, sino porque resulta que es la marca de un fisio neozelandés que lleva también ese apellido. Es decir que nadie se ha acordado del Canadá, del explorador o del río. Primer chasco para esta tarde de fin de año.

         El segundo está relacionado con el pico McKinley, la montaña más alta de América del Norte, que recibió este nombre por William McKinley, vigésimo quinto presidente de los USA desde 1897 hasta su asesinato en 1901.  Hasta este pico, en 1971, se llegó la expedición castellana a Alaska que yo siempre he tenido muy presente porque en ella iban nueve peñalaros de los que recuerdo así, a bote pronto, a Luis Bernardo Durand, Carlos Muñoz-Repiso, Salvador Rivas y Carlos Soria. En la foto que pongo como ilustración veo también a Mariano Arrazola, Félix Méndez, Jaime García Orts y un jovencísimo Jerónimo López. Otras caras  hay que me suenan, pero no puedo ponerles nombres. Así pues que me perdonen el resto de los expedicionarios. Bueno pues hasta aquí todo muy bien, pero hete aquí que resulta que el McKinley ya no se llama McKinley sino Denali. Había recibido el pico el nombre del presidente asesinado cuando éste aún era candidato a la presidencia y, según cuentan los de la BBC, los nativos de Alaska siempre la habían llamado Denali. En fin, que el presidente Obama decidió hace unos años devolverle el nombre.

         Todo esto que os estoy contando ¿va a alguna parte? Pues no, la verdad, pero es una manera como otra de esperar a que pase esa horterada de las uvas y podamos volver a vivir en paz. ¿”Ta claro”?

 

FÉLIX MÁXIMO LÓPEZ, ORGANISTA DE LA REAL CAPILLA

 


Por una calle del viejo Madrid va un viejecito con aspecto cansado. Se encamina a tocar el órgano en la Real capilla a la que accedió por oposición, en calidad de cuarto organista, en 1775 y, poco a poco, ha ido escalando puestos a hasta llegar a ser el primer organista. Le gustan las sonatas del padre Soler y las de Boccherini, ese madrileño de Lucca; ha oído a ese tal Mozart, pero, sobre todo admira a Salieri. ¿Cómo es posible que don Antonio, el gran don Antonio, vaya camino del olvido? ¡Qué injusta es la vida de un maestro! Cuando se sienta al fortepiano, le gusta tocar sonatas de Haydn y de ese alemán de Bonn, Beethoven. También es de su agrado Muzio Clementi al que tanto usa en sus clases y hasta Kuhlau, un músico alemán que vive en Dinamarca. A él, hombre de fama casi nula, le queda el consuelo de componer sonatas en esas mañanas de invierno en las que la helada deja en los tejados un embozo blanco y la sirvienta le trae un vaso caliente de leche. Sabe que nunca será conocido como los músicos que admira, pero no se arrepiente de su vida. Ha compuesto una ópera, El disparate o La obra de los locos y, está tan orgulloso de ella que la tiene sujeta por su mano derecha en el retrato que le pintó Vicente López Portaña. Sí, en ese retrato está apoyado en su pianoforte con el que ha compuesto, al modo del padre Soler, sus 6 variaciones al Minuet afandangado  en Re menor, dos sonatas en Do mayor para cuatro manos y trece sonatas amén de otras obras. Pero, cuando don Vicente le dijo que cogiera una partitura para el retrato, no lo dudó y escogió la primera página de su única ópera.

No cree que la posteridad lo recuerde, pero es feliz con su trabajo y su familia y don Félix Máximo López, que así se llama nuestro músico,  no pide más. ¡Feliz aquel que sabe contentarse con lo que tiene!

Sin embargo, nosotros que escribimos en el último día del año 2023, le tendríamos que decir a don Félix que se equivocaba aquel día que se encaminaba a la Real capilla porque un pianista de Villaviciosa de Odón, que se llama Mario Prisuelos y que anda triunfando por esos mundo de Dios, ha recordado y grabado un parte de su obra y nos ha permitido disfrutar de algunas de sus composiciones. Ya ve, don Félix Máximo, un servidor, mientras va camino del Instituto, escucha sus obras en el pincho del coche. Claro, usted no sabe que ahora la música se lleva en MP3 y se va oyendo en los coches. En otra entrada, se lo explico. Mientras tanto, reciba usted mis saludos y mis felicitaciones por tan hermosa música.

LOS TEXTOS Y SU HISTORIA (I)

 


LOS TEXTOS Y SU HISTORIA (I)

Voy a intentar, en la medida en que pueda, contaros cómo han llegado los textos clásicos que hoy leemos hasta nuestras manos. Para Agustín García Calvo, la fijación del texto era la tarea fundamental de un filólogo pues comprendía el buen conocimiento de la lengua, de los realia, de la morfología, de la sintaxis o de la fonética. Para Agustín, sólo el filólogo que hubiera editado un texto podía ser tomado como  tal. Visto, pues, que no estoy entre el grupo de elegidos por el ilustre profesor zamorano, paso a explicaros lo poco que sé al respecto aunque poco podáis esperar de mí.

         Al principio, la literatura fue oral, pasaba de padres a hijos y de cantor a cantor. Sabemos que en Minos ya existió un alfabeto usado para el Lineal -B y que en ese silabario se escribieron asuntos tan prosaicos (pero necesarios) como inventarios de cocina, pero la escritura se perdió y no se recuperó hasta el siglo VIII a. C.  cuando los griegos empezaron a usar un alfabeto de origen fenicio. Fue entonces cuando  empezaron a fijar sus textos mediante la escritura. Morocho Gayo nos dice que, en este proceso de transvase, tanto desde la oralidad, como desde otros alfabetos, ya se perdieron muchas obras. Es lo que se conoce como metagrammatismós.

         Pisístrato, el dictador ateniense que favoreció la aparición de la tragedia, se ocupó de hacer una edición de Homero “fiable”. Daos cuenta que, hasta ese momento, de la obra homérica corrían versiones de los diferentes rapsodas y de los diferentes copistas que las llevaron al papiro. El peligro de corrupción era muy grande como lo fue, sin ir más lejos, el peligro que corrió el romancero castellano que de “Mira Nero de Tarpeya!” pasó a “Marinero de Tarpeya”.

         Los copistas copiaban por encargo el libro que les encargaban y, como veremos más tarde en Roma, las copias manuscritas se vendían en la  librerías. Pero antes de Roma, vayamos a Alejandría.

         En tan hermosa ciudad mediterránea existía una biblioteca que era la admiración del mundo. Para llevar aquel barco mayor que el Titanic, se necesitaban grandes directores que fueran grandes filólogos y éstos  fueron aportando su pequeño granito de arena a esta apasionante historia.

         Durante este periodo que estamos tratando, se estableció un canon con los autores favoritos para leer y copiar. A Usener, el mismo que recogió las obras de Epicuro de Samos en sus Epicurea, le debemos el que reconstruyera el canon.

         Prolijo sería enumerar los autores, pero, deciros tan sólo que, por desgracia, muchos de esos autores y obras se nos han perdido. Tan sólo voy a hablaros de la “santísima trinidad” de Alejandría.

         Tres son los grandes filólogos y directores de la Biblioteca de los que os quiero hablar:

1.     Zenódoto (330 a. C -260.C). Fue el primero que empezó a hacer una colación de manuscritos  para establecer un texto fiable.

2.     Aristófanes de Bizancio. (257 a. C. -180 a-C.) Discípulo del anterior.

3.     Aristarco de Samotracia. (217ª. C. – 145 a. C)

 

Con la filología alejandrina ya se empiezan a usar los procedimientos y técnicas que usarán en épocas posteriores los viri docti que de tan noble tarea se encarguen.

Como en todo tiene que haber disputas y guerras, la hubo entre los discípulos de Aristarco en Alejandría y los de Crates de Malos, bibliotecario y maestro de filólogos en la lejana Pérgamo. El casus belli fue que los alejandrinos fundaban su método en la analogía (el parecido) mientras que los de Pérgamo lo basaban en la anomalía literaria y gramatical.

         Ya en Roma conocemos de manera más aproximada cómo trabajaban los autores. Antes de publicarlas, los autores mandan unas notas a los amigos que, en muchas ocasiones, eran publicadas sin el permiso del autor. Así pues la primera redacción de una obra se presentaba en forma de notas o de ayuda para la memoria que pasaba a ser una exposición sucinta o esquemática y, por último, se le daba la redacción definitiva que era la ekdosis, la copia definitiva que llegaba a manos de los libreros o bibliopoloi que se encargaban de reproducirla por medio de esclavos copistas. Esto lo sabemos, según Morocho Gayo, por autores como Cicerón o Galeno.

         Como veremos en otro capítulo, cobrarán una importancia especial aquellos autores que se estudiaban en la escuela. No eran muchos, pero fueron los primeros “clásicos” si atendemos a la etimología que nos remite a classis “clase”.

LA VIDA ENTRE MANOS, PLIEGOS Y RESMAS

 


Si me lo permitís, quiero que contaros cómo se contaba y se cuenta el papel. Ahora tan sólo hablamos de “un paquete de folios!”, expresión que está mal usada porque folio no es el tamaño del DINA4 que es el que usamos nosotros habitualmente. Un A4 mide exactamente 297mm x 210mm, pero un folio mide 315mm x 215mm. Es decir, el folio es un poco mayor que el A4, algo ya sabido por personas que nos movemos en los mundos de la escritura y de la filología pues en estos mundos hablamos de in folio para referirnos al tamaño de los manuscritos. Las gentes de imprenta, como mi bisabuelo José María de Soto, si doblaban un pliego una sola vez, daba lugar a dos folios que equivalen a cuatro páginas. Si la hoja se dobla dos veces, generamos cuatro folios in cuarto; si la doblamos tres veces, generamos ocho folios in octavo y así sucesivamente.

         Pero unas líneas más arriba hablamos de pliego y aquí nos tenemos que parar.

         Desde el comienzo de la imprenta, las hojas se contaban a mano. Se hacían folletos o cuadernillos de cinco hojas o pliegos de papel. Ya hemos visto que un pliego doblado nos daba dos folios y digo esto para que no “veamos” la hoja como equivalente del pliego. Con cinco pliegos se hacía un cuadernillo y cinco cuadernillos forman una mano que son, si no me equivoco, 25 hojas o pliegos de papel. Si agrupo 20 manos de papel, me resultará una resma que son 500 hojas de papel. El tamaño del pliego es de 100 cm x 70 cm y si lo doblo me salen, como ya hemos visto antes, dos folios.

         Bien sé que esto de lo que trato es un saber inútil en estos tiempos que corren en los que ni se escribe a mano, ni a “máquina”, pero me parecía que no era un mal tema para terminar el año.