Me apetecía leer un novelón
romántico y, para ir cerrando las vacaciones estivales, me he decidido por Rafael de Lamartine. Este pobre, que era
cuasi un angelo di Dio, se enamora de
una mujer enferma con la que sufre y viaja y termina… Leed la novela con esos
bellos paisajes de la Saboya, con el París a donde se va Rafael para estar con
su amada, con ese lago que luego inmortalizaría en sus conocido poema Le lac. Ya sé que me vais a decir que todo
es muy romántico, que, en estos tiempos de amores de aquí te pillo aquí te mato,
este amor del que habla Lamartine no se
va a comprender. No importa; hay que difundir este amor romántico que provoca
un estado que debe parecerse “al estado
del alma, a la vez estática y viviente en Dios”. Sé que en un mundo en el que
se ha eliminado a Dios o, como dice José Jiménez Lozano, se lo han llevado a
una residencia de ancianos, estas líneas pueden sonar
extrañas, como una vieja prenda olvidada en un baúl. Sin embargo, a mí, que soy
un anacrónico por nacimiento y por convicción, estos amores tan puros y tan románticos,
me vuelven loco.
Hay que ser rebelde hasta en la manera de vivir el amor y,
en tiempos de liberación ad nauseam, regresar a estos amores que son capaces
de que los personajes, como Julia, la protagonista junto con Rafael, se
expresen así:
El sentimiento que nos angustiaba al uno por el
otro ya no será para nosotros el amor, sino una santa y deliciosa adoración.
¿Me comprendéis, Rafael? ¡Ya no seréis Rafael: seréis mi culto de Dios!
Y es que, como bien dice una
canción de Krahe, no todo va a ser follar (con perdón).
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