Ya he
hablado de Enrique Menéndez Pelayo, el otro Menéndez Pelayo, cuando he tratado
de su poesía y de su novelita La gaviota.
Era un buen escritor que tuvo la desgracia de tener a un hermano que era más
que un hombre: una enciclopedia viviente.
En estas memoria suyas que él con mucho humor titula Memoria de un hombre al que nunca pasó nada, don Enrique nos va
haciendo un tapiz en el que se ve toda la vida santanderina y también sus años de
estudiante vallisoletano y madrileño. La relación entre ambos hermanos era
excelente y Enrique, modesto y humilde, se dedicó a la medicina con eficiencia,
pero sin una clara vocación, y a ayudar a su ilustre hermano. De todas estas
memorias, me quedo con las anécdotas de cómo don Marcelino casi le pilla a Enrique
en el teatro de la Zarzuela, un día que su hermano pequeño se escapó desde
Valladolid para ir a los madriles, con
la de su afición por Zorrilla, al que considera sin dudar el mejor poeta de
España y, finalmente, con que a don Marcelino le gustaba echar un bailecito y
que hasta tuvo una novia. Así que la historia esa del tranvía en que don
Marcelino, al ver una familia numerosa, dijo: ¡madre mía, de la que me he
librado! no parece muy cierta. Su hermano incluso nos dice que fue una pena para
Marcelino que no se casara pues el no haber tenido mujer hizo que se abandonara
muy joven. Una buena persona Enrique que sí se caso, pero cuya mujer murió a
los tres meses dejándolo sumido en la pena hasta que se volvió a casar con su
cuñada, algo que antes era relativamente habitual.
Así
que don Marcelino en el baile... ¡Mira tú que va a ser verdad aquello de que no
somos nada!
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