La
colina de los chopos: ¡qué hermoso título para este libro de Juan Ramón Jiménez
y qué bello el lugar al que yo visitaba de pequeño de la mano de mis padres!
Salíamos de casa y llegábamos a la cercana calle del Pinar, esa calle mágica
que para Juan Ramón era un río entre castaños y que para mí es mi calle de los
juegos, de mi tren Talgo en la verja con arena del colegio Alamán, de mis
cochecitos de plástico y de mis tbeos. La calle del pinar es una calle en
cuesta y, cuando se acababa la verja y se llegaba a la puerta trasera del que
había sido uno de los muchos palacios de La Castellana, aparecía la otra casa del colegio y un campo
de baloncesto que lindaba con una casa antigua, con cierto toque de misterio en
la que vivía Pepe, el fumista, y el pobre Manolo, aquel chico que se mató con
un Gordini en una mañana de niebla y que, a partir de entonces, fue “el pobre
Manolo”: mira, ahí va la viuda del pobre Manolo; mira, ahí van las hijas del
pobre Manolo; mira, la madre del “pobre Manolo”.
Había
que dejar esa casa atrás, cruzar María de Molina y seguir por Pinar, cuesta arriba
para entrar en aquel jardín mágico que describe Juan Ramón Jiménez en su libro.
Nada sabía yo por entonces de Residencias de Estudiantes, de Lorca, de Buñuel o
del mismo Juan Ramón. Yo era un niño solitario que jugaba en la colina de los
chopos, de los chopos que plantó el poeta onubense. Aún conservo las fotos en
las que se me ve con mis padres, con bufanda y verdugo para que no enfermara de
la garganta, montado en mi bicicleta con ruedines. Años más tarde, me veo en
ese jardín ya adolescente, con pantalones Lee y unas patillas de abundante bozo
que no me quería cortar quizás por mi devoción confesa a Curro Jiménez. Aquella
colina era – y es-, mi territorio sagrado, el lugar en que me sentía en mi propio
locus amoenus sin saber qué era ni
dónde se ubicaba . Entonces bailaba con la felicidad sin darme cuenta y el baile llegaba a mí sin tener que mirarme
los pies.
Juan
Ramón recoge en este libro recuerdos y aforismos y me alegro de que sus recuerdos
coincidan con los míos, niño al que
llevaban a los “altos del hipódromo” para jugar el fútbol y tomar el aire; para
tomar un Trinaranjus (así se llamaba
entonces) en uno de aquellos kioskos de fábrica que había en los jardines del
Museo de Ciencias Naturales y de la Escuela de Ingenieros, un mundo dentro de
otro mundo. Después, por Vitrubio, conocida popularmente como “la calle de los
culos” por las esculturas griegas que adornaban las tapias del Ramiro y que el
ministro Ruiz Jiménez agrupó por “inmorales” en un pedestal, íbamos hacia la calle del “general bonito” y
bajábamos para casa descendiendo por el este de la colina, una más de las
muchas que, Serrano arriba, conformaban el barrio de El Viso cuyo nombre nos
indica claramente su situación.
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