Corría
el año 1940 cuando un señor de Granada, de ochenta años de edad, subía la
pasarela de un barco que lo había de llevar al exilio a Nueva York. Dejaba en
tierra un hijo muerto, un yerno fusilado y toda la amargura de una guerra civil
tan cruel como todas las guerras civiles. Había sufrido vejaciones en su propia
casa cuando un grupo de delincuentes se presentaron para pedirle cuentas sobre
su casero cuyos hermanos, según la infame cuadrilla que se tomaba la justicia
por su mano, estaban implicados en un
crimen en Asquerosa, actual Valderrubio. Aprovecharon su “hombría” para llamar
maricón a su hijo Federico y darle unos culatazos de propina. Luego se
marcharon, pero volvieron unos días después para llevarse a Federico. No estaba
su hijo y amenazaron con llevarse a aquel hombre de setenta y seis años en
aquel maldito año de 1936. Finalmente, Concha, la hija pequeña, ante el horror
de ver como aquellos criminales, al no poder llevarse a su hermano, se llevaban a su padre, les dijo que estaba en
la casa de los Rosales en la calle Angulo de Granada. Sólo entonces, con la
otra presa asegurada, lo soltaron. Aquel
hombre de ochenta años llegó a la cubierta del barco en el que iba a cruzar el
Atlántico y con una mirada triste, llena de dolor y de pena, mirando por última
vez el suelo de su patria, pronunció estas terribles palabras: “No quiero
volver a ver este “jodío” país en mi vida. “ Aquel anciano era don Federico García
Rodríguez, hacendado de Fuente Vaqueros y padre de Federico García Lorca. La verdad, se le entiende perfectamente que no
quisiera volver a ver al jodido país en el que había nacido y que ahora
despedía rumbo a Norteamérica. Falleció en Nueva York en 1945 y allí reposan
sus restos. Cumplió su palabra el viejo granadino.
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