domingo, 17 de noviembre de 2024

OMBRA MAI PIÙ

 

Hay pasajes de la historia que, aunque intrascendentes, dejan una honda huella en las bellas artes. Así es el caso que hoy me ocupa: el plátano de Jerjes. En primer lugar, me toca explicar que no hablo de un plátano de comer (Musa paradisiaca), llamada así el árbol por la anchura de sus hojas, sino del plátano de sombra (Platanus acerifolia) que suele ser habitualísimo en nuestros parques y jardines. Aclaro esto porque treinta y pico años de LOGSE y demás leyes pueden hacer estragos y, si hablo del plátano de Jerjes, hay quien se me puede ir por los cerros de Úbeda y encontrarse a Joaquín Sabina. Vamos pues al plátano del que habla Heródoto en su libro VII, capítulo XXXI. Este libro está dedicado a la musa Polimnia que era una cafetería en mi muy querido Marín. Vamos con el texto:

XXXI. [1] ὡς δὲ ἐκ τῆς Φρυγίης ἐσέβαλε ἐς τὴν Λυδίην, σχιζομένης τῆς ὁδοῦ καὶ τῆς μὲν ἐς ἀριστερὴν ἐπὶ Καρίης φερούσης τῆς δὲ ἐς δεξιὴν ἐς Σάρδις, τῆι καὶ πορευομένωι διαβῆναι τὸν Μαίανδρον ποταμὸν πᾶσα ἀνάγκη γίνεται καὶ ἰέναι παρὰ Καλλάτηβον πόλιν, ἐν τῆι ἄνδρες δημιοεργοὶ μέλι ἐκ μυρίκης τε καὶ πυροῦ ποιεῦσι, ταύτην ἰὼν ὁ Ξέρξης τὴν ὁδὸν εὗρε πλατάνιστον, τὴν κάλλεος εἵνεκα δωρησάμενος κόσμωι χρυσέωι καὶ μελεδωνῶι ἀθανάτωι ἀνδρὶ ἐπιτρέψας δευτέρηι ἡμέρηι ἀπίκετο ἐς τῶν Λυδῶν τὸ ἄστυ.

Esta edición del texto griego no recoge la iota suscrita, pero tampoco nos vamos a hacer mala sangre por eso tal y como está el patio.

Vamos con su traducción:

Cuando abandonó la Frigia, entró en la Lidia en donde el camino se divide en dos, el de la izquierda que lleva hacia la Caria y el de la derecha que tira hacia Sardes; siguiendo por éste es forzoso pasar el río Meandro y llegar a la ciudad de Calatebo en la que hay unos hombres que tienen por oficio hacer una miel artificial sacada del tamariz y del trigo. Recorriendo Jerjes este camino, encontró un plátano tan hermoso que, prendado de su belleza, le regaló un collar de oro y le puso un miembro de sus Inmortales para que cuidara de él; y, al día siguiente , llegó a la capital de la Lidia.

Hasta aquí el texto de Heródoto del que hay que explicar algunas cosas. Jerjes se encaminaba al encuentro de los griegos y, al ver este árbol, se paró a descansar gustándole tanto la sombra que dejó a un soldado de su guardia personal (los Inmortales) para que cuidara del árbol. Debía ser muy amena su sombra y su copa ancha aunque, sin duda, no tan ancha como la del plátano del que habla Plinio el Viejo bajo cuya copa se podían resguardar ochocientas personas.

         Bien, pasan los años y Nicolò Minato escribe un libreto para  una ópera de Francesco Cavalli. Giovanni Bonocini usa también  este libreto para su ópera sobre Jerjes y, finalmente, el gran Haendel utiliza el libreto para su ópera sobre el rey de los persas. Ya veis, un libreto para tres compositores. La de Haendel fue un absoluto fracaso y se quedó cubierta por el polvo hasta que en el siglo XIX se redescubre  y una de sus piezas vocales deviene en una de las  más conocidas y apreciadas del compositor alemán. En su origen estaba escrita para castrato, pero, en la actualidad, la suelen cantar los contratenores y las mezzo - sopranos. M e estoy refiriendo -¡cómo no!- a Ombra mai più cuya letra os copio:

Frondi tenere e belle

del mio platano amato

per voi risplenda il fato.

Tuoni, lampi, e procelle

non v'oltraggino mai la cara pace,

né giunga a profanarvi austro rapace.

 

 

Ombra mai fu

di vegetabile,

cara ed amabile,

soave più.

 

 

 

Frondas tiernas y bellas
de mi plátano amado,
¡que os favorezca el destino!
Que truenos, relámpagos y tempestades
no turben vuestra querida paz,
ni os logre profanar el austro rapaz.







Nunca fue la sombra

de una planta,
tan querida, amable y suave.

 

La letra es más simple que el asa de un cubo  o el mecanismo de un yo-yo (dicho sea esto con el mayor de los respetos), pero nos imaginamos a Jerjes reposando bajo la sombra de tan “copudo” plátano mientras el Austro le enjuga el sudor.

         Para los melómanos, deciros que está escrita en Fa mayor , con un bemol por tanto,  y que su relativa menor es el re menor. Su compás es de ¾, consta de 52 compases y suele durar entre 3 y 4 minutos.

         Creo que ahora, in questa hora, lo que nos falta es escucharla. Pues nada, a Spotify y a pasar un buen rato.

 


jueves, 31 de octubre de 2024

LA MUERTE DE EPAMINONDAS

 


 

Hay muertes que pasan a la historia y hoy os quiero hablar de la del tebano Epaminondas. Cuenta Cornelio nepote, historiador latino del siglo I a. C, muy usado antes en los ejercicios de traducción por su estilo claro, que, mientras luchaba con sus tropas en Mantinea, fue herido el caudillo tebano en el pecho por una lanza espartana. La lanza se partió y la punta de hierro se quedó en el interior del cuerpo del tebano. Sus soldados se lo llevaron aún con vida al campamento tras haber luchado denodadamente contra los espartanos que se querían llevar el cuerpo y, siempre según Nepote, cuando ya estaba en su tienda, preguntó: “¿Qué bando ha resultado victorioso?” Y, al decirle sus hombres que los tebanos, Epaminondas dijo: “Es tiempo de morir”. Diodoro de Sicilia cuenta que un amigo le dijo mientras rompía a llorar: “Mueres sin descendencia, Epaminondas”. El general tebano respondió: “No, por Zeus, al contrario. Dejo tras de mí dos hijas, Leuctra y Mantinea, mis victorias.” Por si fuera poco, Nepote recoge sus últimas palabras que parece que fueron estas que os copio que responden a un comentario que hizo alguno de sus hombres sobre lo pronto que moría su general que tenía cincuenta y cinco años, edad que, aunque para aquellos años era provecta, al soldado le parecía que era muy temprana quizás por el mucho amor que le tenía a su comandante. Según Nepote, al oír estas palabras, dijo el de Tebas: “He vivido lo suficiente; puesto que muero invicto”.  A continuación, al retirarle la punta de la lanza, Epaminondas murió. Lo enterraron, según la costumbre griega, en el propio campo de batalla.

         Isaac Walraven, un pintor holandés, tuvo a bien recoger en un cuadro sus últimos momentos y es ese cuadro el que ilustra mi entrada.

         Así hablaban los hombres de Grecia: para que sus palabras se esculpieran en mármol.

LA ESCOBILLA DEL VÁTER (I)

 


Andamos en el centro de enseñanza en donde trabajo con un problema pues hemos tenido que cerrar los servicios “por mal uso”. No voy a entrar en detalles escatológicos sobre la causa o razón porque todo lector avispado lo puede suponer, pero sí que quiero hacer una reflexión con vosotros.

         Yo, que navego ya por una edad provecta, recuerdo las gasolineras y sus retretes en los años setenta en esta España nuestra. Había que tener más valor que el Espartero para entrar en aquellos retretes desperdigados  a lo largo y ancho de nuestra piel de toro: un “polibán” ( sólo el que lo conoció lo sabe) en el que, con mucha frecuencia, había una “sorpresa” porque el usuario anterior no había ”apuntado” bien al infecto agujerillo que era el centro de tan infame sanitario; una toalla más negra que el pobre Kunta Kinte; un jabón con mais merda que o pau d’un galiñeiro. No sigo. Cuando un servidor llegó de viaje a Cataluña (año 1982) y entró en aquellos servicios de la autopistas catalanas, le pareció que estaba en otro país ( y no le quiero comer la oreja a Puigdemont). Por fortuna, aquella España pasó y ahora los servicios están higienizados, perfumados y sin “sorpresas”. Sin embargo, algo queda de la vieja España. Me explico:

         Que en un centro educativo (y no sólo lo  he visto en uno, sino en muchos, ) en el baño de profesores, para más inri, haya que recordar el uso de la escobilla me parece vergonzoso. ¿Queda gente entre el profesorado capaz de dejar el retrete con “palominos de añadidura” como decía Cervantes? Parece ser que sí.

         Entonces, si hay que recordar a los profesores que usen la escobilla, ¿no van a hacer “de las suyas” los alumnos en los retretes? Hace años, una chica alemana que vino de convivencia, se extrañó de que en los Institutos españoles no hubiera papel en los servicios. Le tuve que explicar, con terrible alipori, que, en España, se atascan los retretes con el papel higiénico o se tira por las ventanas como si un Leandro fuera a escalar la torre de Hero. Así somos y, por lo que se ve, no tenemos remedio.  

ESTOY HASTA LOS COJONES

 


Los pocos lectores de mi blog “La esquina rota” se habrán dado cuenta de que mi última entrada es de finales de agosto; vamos que llevo más de dos meses sin publicar nada. ¿Por qué? Porque, después de llevar toda mi vida escribiendo, he llegado a la conclusión de que NO MERECE LA PENA ESCRIBIR o, al menos, publicar ya sea en un blog o en cualquier otro medio presente o futuro. La Silva de romances mitológicos, en la que estuve trabajando más de tres años,  será, si Dios no lo remedia, mi último libro (al menos en formato papel). Sinceramente, a nadie le interesa la poesía y nadie se quiere gastar ni siquiera los cinco euros que cuesta a precio de saldo en una papelería de Laguna de Duero. Un libro es un estorbo y es mejor estar en las “redes” que atrapan (para eso son redes) durante horas y horas. Veo “humoristas” que, por haber salido en Tik-Tock tienen vendidas las entradas hasta mayo de 2025; veo muchedumbres siguiendo a influencers que no saben hacer  la o con el culo de un vaso; veo “vídeos” virales con un turco que mueve la barriga oronda que ha conseguido a costa de hartarse a kebab. ¿Creéis que este panorama mueve a la escritura? He escrito un soneto a una compañera que se jubila y se lo voy a mandar post festum porque su lectura, en la sala de profesores, ni siquiera sería entendida por muchos de mis colegas. Hoy, día 31 de octubre de 2024, San Alonso Rodríguez, quiero dejar claro que no quiero gastar ni una puta hora más en publicar nada. PERDONADME.

domingo, 25 de agosto de 2024

UN JOVEN CUESTOR EN GADES

 


Quaestori ulterior Hispania obuenit; ubi cum mandatu pr(aetoris) iure dicundo conuentus circumiret Gadisque uenisset, animaduersa apud Herculis templum Magni Alexandri imagine ingemuit et quasi pertaesus ignauiam suam, quod nihil dum a se memorabile actum esset in aetate, qua iam Alexander orbem terrarum subegisset,

CAIUS SUETONIUS TRANQUILLUS-  De vita Caesarum. Vita divi Iulii, 7

Cantica qui Nili, qui Gaditana susurrat

Caius Valerius Martialis - Epigramas

 

Gadir se enjoyaba con el oro de la tarde mientras el océano, su amante, besaba enloquecido sus murallas. El viento recorría las calles de la ciudad escondiéndose en cada esquina, jugando por las calles de la Gades romana, y se llegaba hasta la estatua con la que la ciudad, en el templo de Hércules, honraba al hijo de Filipo II de Macedonia, el joven aquel que se llegó hasta el Indo, el caudillo invicto, el gran rey que, con tan sólo treinta y tres años, había conquistado la mitad del mundo conocido. Aquella estatua de Alejandro Magno moraba en aquel templo que presidía aquella ciudad  que habían fundado los fenicios con el nombre de Gadir, esa isla con otras islas en cuyas tardes de invierno se veían pasar los barcos que iban o venían del estrecho que, según los griegos, había abierto Herakles separando dos peñones, el de Calpe y el de Abila,  y en ellos había colocado aquel lema que ahora los romanos repetían en su lengua: NON PLUS ULTRA. Sin embargo, no respetó Hannón este lema y, allá por el siglo VI a. C. cruzó y tomó a Gadir como base para circunnavegar África; tampoco lo respetó Himilcón cuando, por esos mismos siglos, cruzó con sus barcos y, haciendo de nuevo parada para cargar provisiones y hacer aguada en la futura Cádiz, marchó camino de aquellas islas extrañas en donde el estaño abundaba tanto que fácil era conseguirlo y llevarlo de vuelta hasta las tierras fenicias, islas que aquellos viajeros llamaron Casitérides. Al cabo de varios siglos, un griego, Eudoxio de Círico, tuvo la feliz idea de circunnavegar África y llegarse hasta la India, la tierra aquella a donde los soldados del gran Alejandro Magno temieron llegar y cuyos tesoros de oro y plata despertaban la codicia de los mercaderes, de los navegantes y de los monarcas. Eudoxo partió de Gades para esta expedición que, de llegar a las tierras de la India, les ahorraría a los griegos los aranceles exagerados que los monarcas ptolemaicos, descendientes de uno de los Diádocos, generales de Alejandro, por nombre Ptolomeo, imponían de manera abusiva en las costas del mar Rojo.

         Hasta esa ciudad había llegado hacía poco un joven cuestor con deseos de hacer fortuna y así poderse pagar un cursus honorum que lo llevara hasta el consulado porque él,  descendiente de Eneas y, por tanto, de Venus, quería llegar a ser otro Alejandro y conquistar para su urbe tantas tierras como el macedonio había conquistado para su patria.

         Este joven cuestor había llegado para ponerse a las órdenes de Cayo Antistio Veto, gobernador de la Hispania Ulterior y pronto conocería a Lucio Cornelio Balbo, un rico comerciante gaditano que, cada tarde, subía a su torre para desde ella ver si llegaban o no llegan sus barcos cargados de mercancías que, bien negociadas, se acababan convirtiendo en pingües riquezas para Balbo que había participado en la guerra entre Sertorio y Pompeyo y había sido su dinero, sin duda, el que había cimentado el triunfo del Magno. Al final de la contienda, le había recompensado, para él y para todo su clan,  con la ciudadanía romana y Balbo vio que la romanización de Gades le convenía. Así que se dispuso a que la vieja Gadir se convirtiera en Gades.

         Conocidas eran las fiestas de esta ciudad isleña  en las que no faltaban las bailarinas que alegraban con sus testudines  los corazones de los comensales. No sólo la Ulterior, sino la propia urbe se hacían lenguas de aquellas mujeres que cantaban y bailaban en aquella ciudad remota cuyas murallas besaba ese océano desconocido y oscuro, poblado de leyendas en las que se hablaba de ciudades sumergidas y manzanas de oro.

         Pero aquella tarde en que el viento refrescaba el ardor inmisericorde del sol veraniego, el joven cuestor se había ido llegando hasta la estatua de Alejandro que, con su juventud, le desafiaba pues tenía el romano por entonces la misma edad que el macedonio.

         En la soledad silenciosa que tan sólo albergaba un susurro del viento que agitaba las velas del puerto para distraer su aburrimiento, se oyó, de pronto, el llanto quejumbroso del joven cuestor. Sollozaba sin tregua mirando a Alejandro como si quisiera recibir algún consuelo de la muda estatua. Hasta algunos niños repararon en aquel llanto desconsolado que resonaba en las paredes del templo de Hércules, el Melkart de los fenicios. Un sacerdote, acercándose, le inquirió el porqué de su pena. Con palabras entrecortadas, el joven cuestor le dijo que aquel hombre de la estatua, a la misma edad que él tenía ahora, ya había conquistado la mitad del mundo, pero que él tan sólo era un humilde cuestor en una apartada provincia del imperio.

         Calló el sacerdote y pensó para sí que aquel joven tan ambicioso tenía dos caminos: o bien se convertía en el hombre que soñaba y ambicionaba ser, o bien se tenía que conformar con ser en la Urbe un humilde ciudadano desempeñando una simple magistratura. Sólo los dioses sabían el futuro de aquel joven y él no era adivino. Tan sólo por curiosidad, le preguntó su nombre y el joven cuestor, secándose los ojos y aclarándose la voz que le salía en una garganta herida por la pena y los sollozos, le reveló sus tria nomina.

         Cuando el sacerdote se alejó, aquel joven cuestor empezó a relatarse a sí mismo lo que sigue:

         “Ahora estoy en este templo ante la estatua de Alejandro y siento que mi vida casi está gastada en vano y,  no sólo en los público pues ya siendo algo mayor comienzo mi cursus honorum, sino también mi vida familiar. Me casé, con diecisiete años, con Cornelia; fue una boda de compromiso con una niña de trece años que tan sólo hace tres me ha dado una hija, Julia. Anoche, en la fiesta de Balbo, mientras las puellae gaditanae bailaban sus lascivas danzas en el corro que les habíamos formado, no podía quitar mis ojos de una de ellas.  Era hermosa como el mar de Gades y como los campos que rodean su bahía; su nombre era Adama que en nuestro latín significa “ la bella niña”. En su bailar enloquecido, como si el mismo dios Baco la guiara, tocaba con su vientre el suelo del oecus de la casa de Balbo y cimbreaba su cuerpo como se cimbrean las cañas que bajan hasta las arenas de las playas infinitas que reciben , noche y día, el beso del mar como amantes insaciables. Su cabello negro volaba con aquel loco frenesí y llegaba a tocar a algunos de los invitados que lo festejaban entre risas. De pronto, percibí que sus ojos hacían una parada en los míos. Al principio, lo consideré una simple casualidad, pero ese encuentro entre nuestros ojos se produjo varias veces en un dichoso azar hasta que, por último, me sonrió. Se me metió en el alma conocer aquella chica, hablar con ella si es que entendía el latín y acariciar su pelo tan hermoso como la noche que nacía de la tierra gaditana. Hablé con un esclavo al terminar la cena y él mismo se ofreció a acompañarme con una tea encendida hasta una casa pequeña cerca del mar, una simple cabaña de cañas y barro en donde Adama moraba. Tocó en la puerta y la misma puella nos dejó el paso franco a su modesta morada que podría haber sido la de Filemón y Baucis. No necesitamos explicarnos nada ni necesitamos intérprete porque nos hablamos en la lengua del amor aunque ella conocía el latín bastante bien. Os digo que fue una noche inolvidable en la que brindamos al amor mientras el mar se escuchaba a lo lejos quizás envidioso de tanta dicha. Hasta había leído los versos de nuestro Catulo:

Da mi basia mille, deinde centum,

dein mille altera, dein secunda centum,

deinde usque altera mille, deinde centum.

Dein, cum milia multa fecerimus,

conturbabimus illa, ne sciamus,

aut nequis malus inuidere possit,

cum tantum sciat esse basiorum[1].

 

Desperté aún de noche y la luna se reflejaba en su cuerpo desnudo que yacía a mi lado. Guiado por Selene la fui acariciando palmo a palmo, con miedo a que se despertara y descubriera mis ojos incapaces de contener tanta belleza. Sus pies, que tanto habían bailado en el banquete, descansaban ahora sobre el lecho y sus piernas,  morenas y torneadas como el mejor fuste de Roma se apretaban pudorosas guardando sus secretos. Cuando acaricié sus pechos dormidos, se reavivó de nuevo el deseo, como una brasa que, tras esconderse toda la noche bajo la ceniza, llega hasta las puertas del alba con un corazón de fuego. Fue entonces cuando ella se despertó y, con la luna a mi espalda, cubrí su cuerpo de besos y abrazos mientras el sol perezoso se iba  apareciendo por el oriente envidioso quizás de nuestro amor. A aquella noche le siguieron otras en las que me sentía yo también  humilde puer gaditanus que la había conocido, no en el banquete de Balbo, sino en una de esas playas que, al atardecer, se llenan de un polvillo de oro mientras el sol se va hundiendo a regañadientes en el océano de los Atlantes. Llevado por mi ensoñación, me creí el esposo de aquella muchacha abrazada a mi cuerpo; que vivíamos en una humilde casa junto al mar, junto a una playa por la que correteaban nuestros hijos morenos por el sol de esta tierra bendecida por los dioses. De madrugada, salía yo a pescar en mi humilde falucho y ella me esperaba al caer de la tarde con el fuego encendido, humilde lar de una más humilde cabaña, en el que unas toscas trébedes sostenían un sencillo puchero de barro. ¿De qué me va a servir mi cursus honorum si no puedo vivir junto a ella? Ahora, ante el templo de Hammón, estoy llorando y cuando el sacerdote me ha preguntado la causa he sido tan cobarde de no decirle la verdad: que mi partida de Gades es inminente y que soy incapaz de volver junto a ella, junto a mi Adama. Mi cobardía me hace pensar que, como el padre Eneas, me debo a mi destino y que mi destino va a hacer que la abandone. Por eso es mi llanto: por cobardía, porque no puedo defraudar a los que han depositado su dinero y su confianza en mí; no puedo defraudar a los que me han enviado hasta este extremo del mundo para que, algún día, le diera a Roma más gloria de la que necesita y puede digerir. Al cabo de los años, algún griego ilustrado contará en sus historias que aquel romano lloraba porque no había podido ser como Alejandro. De seguro que su historia quedará muy creíble para aquellos que la lean, pero no será la verdad desnuda, la verdad que se aloja en lo más profundo de mi corazón y que nadie conocerá nunca por las historias escolares de los griegos. Nadie sabrá la verdad: que el romano llora amargamente en el templo de Hammón porque, para cumplir su deseo de gloria, tiene que dejar en una choza de barro a la mujer que más ha querido en el mundo y que le ha hecho tan profundamente feliz como en los sueños que nos visitan al alba. Soy un cobarde que pretende ser el amo del mundo y ni siquiera es el señor de sus sentimientos. ¿De qué mundo voy a ser el amo si ella no estará conmigo? ¿A qué gloria aspiro si su cuerpo seguirá en aquella cabaña acariciado por la luna? ¿De qué vida seré caudillo si nunca la volveré a tener entre mis brazos? Como el padre Eneas, tengo que marchar y emplear el dinero que consiga con mi cuestura en escalar cada escalón que me llevará a ser el amo de Roma.

         Perdóname, puella gaditana; perdona mi cobardía. Mis noches estarán llenas de tu aroma, de tu vientre, de tus senos. Seré el amo del mundo, pero no seré nada. Tan sólo un cobarde que te ha dejado en Gades rodeada de esa plata quieta que es el mar en su bahía mientras la luna, burlándose de mí, recorre tui cuerpo como yo lo recorrí otras noches”.

Y luego, saliendo del templo, se fue para el foro de aquella ciudad que cada día era menos Gadir y más Gades mientras el sacerdote del templo se volvía a sus quehaceres propios de su cargo. Un turiferario del templo se acercó hasta él y, casi sin levantar la voz, le preguntó por el nombre de ese apasionado joven cuyas lágrimas aún se veían brillar en el enlosado. El sacerdote, volviéndose al servidor del templo, le dijo en un latín pingüe y seseante : “Me ha dicho que siente pena porque,  a la edad que él tiene,  Alejandro ya había conquistado el mundo conocido. Es el nuevo cuestor y me ha dicho que se llama Cayo Julio César.



[1] Pero dame mil besos, luego cien,
después mil otra vez, y de nuevo cien,
luego otros mil aún, y luego cien…
Después, cuando sumemos muchos miles,
confundamos la cuenta hasta perderla,
que hechizarnos no pueda el envidioso(4)
al saber el total de nuestros besos. 

viernes, 23 de agosto de 2024

LA MUJER DE PANIZA

 


 

Hubo una mujer que nació en Paniza (Zaragoza) justo al comenzar el pasado siglo veinte y que llegó a licenciarse en Filosofía y Letras en la Universidad  zaragozana en 1921, logro importante para una mujer en aquellos años en los que había muy pocas mujeres licenciadas y esas pocas lo eran, sobre todo, en Farmacia tal y como podemos ver, sin ir más lejos, en los archivos de la Universidad de Santiago de Compostela. Esta mujer, en 1922, gana unas oposiciones para archivera y su primer destino en prácticas es la Biblioteca Nacional de España. Luego, tras el periodo de prácticas, fue destinada a Simancas y, en 1924, a Murcia en donde conoce al que sería su marido, un profesor de física llamado Fernando Ramón Ferrando. Su carrera continuó en Valencia donde llegó a ser directora de la biblioteca. Pero llegó la guerra y, con la guerra, la victoria de Franco. La familia Ramón fue depurada: Fernando perdió la cátedra de Física y esta mujer de Paniza fue “degradada” haciéndola bajar dieciocho niveles en el escalafón del Cuerpo. Fernando recuperaría la cátedra en Salamanca, pero ella se “tuvo que conformar” con ser bibliotecaria de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales de Madrid.

         Esa mujer de Paniza empezó a confeccionar “un diccionario pequeñito que le iba a llevar, como mucho a lo sumo, un par de años”. El “culpable” había sido su hijo Fernando que le había traído de Londres el diccionario de inglés de S. Homby, el Learner’s Dictionary of Currente English, fechado en 1948. La mujer de Paniza empezó a escribir hacia 1955 “armada con una Mont Blanc y una Olivetti Pluma 22” y el diccionario que le iba a ocupar dos años le acabó ocupando doce.

         Su obra recibió el aplauso de filólogos y escritores y don Dámaso Alonso, Rafael Lapesa y Pedro Laín Entralgo la propusieron para la Real Academia. Iba a ser la primera mujer en entrar en tan docta institución. Sin embargo, la RAE eligió a Emilio Alarcos Llorach. Las razones: que no era filóloga de formación; que era mujer y que su diccionario no recogía voces malsonantes.

 Su biógrafa Inmaculada de la Fuente lo resume así:

Porque era una intrusa, en cierto modo. Porque estudió historia en la universidad de Zaragoza, pero había encarrilado su vida por el mundo de los archivos y bibliotecas y no estaba considerada filóloga. En aquel momento sí que influyó el que fuera mujer. Una mujer que se pone a hacer un diccionario, pero no el diccionario que inicialmente quería hacer, sino un diccionario que además cuestionaba el de la RAE. Creo que fue admirada, pero no valorada.

Y, para no echar más leña al fuego, recojo las palabras de Santiago Muñoz Machado, director de la RAE en 2021:

Me apeno de que no fuera académica cuando bien lo merecía por el trabajo que hizo, y me alegra celebrar y reconocer los enormes méritos de su obra. [Además agregó:] No es la RAE la culpable de un machismo recalcitrante que existía desde hace mucho y que se podía haber paliado cuando apareció María Moliner.

         Violeta Demonte, profesora de UAM, dice del diccionario:

El intento es importante y novedoso. No obstante, como la fundamentación teórica y los criterios de su análisis no son siempre claros y sus supuestos fundamentales tienen origen intuitivo, la utilidad de su obra es desigual.

         Pues ya veis la historia. Sin embargo, disiento con Muñoz porque sinceramente creo que no fue su condición de mujer lo que la apartó  de ser académica, sino su condición de “ajena” a la filología y a la Universidad que no tolera extraños en su anticuada intolerancia. Fue el caso parecido de Felipe Robles Dégano, abulense de San Esteban del Valle que fue vilmente ninguneado por los estamentos universitarios al no ser “de la casa” aunque sus trabajos como lingüista son de gran altura. Otra causa de la cerrazón de la RAE frente a esta sufrida mujer fue, sin duda, que ponía en cuestión con su obra algunas entradas del Diccionario de la RAE y eso no se lo perdonaron. Pues nada más.  ¡Ah, y gracias a Santiago Muñoz que me pone el nombre de la mujer de Paniza al final de su interesante opinión. Porque sí, la mujer de Paniza, nacida con el pasado siglo XX, fue doña María Moliner Ruiz.

        

LA CALLE PLOCIA DE CÁDIZ Y LA GENS PLOCIA GADITANA

 


 

Suficientemente conocida es la historia romana de Cádiz y cómo algunos de sus habitantes llegaron a ser verdaderos próceres en Roma destacando Lucio Cornelio Balbo del que hablaremos con más detalle en otra entrada. Hoy vamos a tratar de la familia o gens Plocia.

         El primer Plocio que se tiene noticia es Aulo Plocio Numisio cuyo origen no era gaditano, pero que se llegó a Cádiz y construyó los sepulcros que fueron hallados en 1826 en la zona de Puerta de Tierra. Su importancia fue grande durante la época republicana en donde hay cuestores y ediles curules que llevan ese nomen. El apellido Plocio es raro en el imperio salvo en la zona de Cádiz y en una zona con fuerte influencia gaditana: Cartagena. También en Argel encontramos una inscripción en la que, traducida al castellano, dice lo que sigue: “a los dioses manes. Lucio Plocio Modesto. Español. Decurión del ala Miliaria (o sea, de caballería) que vivió 23 años y militó cuatro, está en este sitio. Séate la tierra leve. Su padre y su madre le mandaron hacer este monumento a su hijo piadosísimo".

         Pero llegamos al momento más apasionante de los “Plocios” pues hay historiadores (Adolfo de Castro y Nicolás Cambiaso) que afirman que Plotina Pompeya, santa esposa de Trajano, pertenecería a esta familia. Sin embargo,  el francés Crevier lo niega y afirma que Plotina era  de Pompeya. El francés alega en su afirmación que en el muelle de Ancona hay una inscripción que dice así en latín: Plotinae Aug. Coniugi Aug, es decir, “a Plotina Augusta. Mujer de Augusto”.  Pero no sé si obviar la opinión del “gabacho” cuya inquina por los españoles es de sobra conocida. Otros historiadores posteriores nos dicen que Plotina era hija de Domicia Paulina, prima hermana de Trajano, que se casó con un hombre cuyo nomen era Adrianus y cuyo origen era itálico y que dio ese apellido a su hijo adoptivo, el emperador Adriano.

         Sea como fuere, la familia Plocia dejó una huella indeleble en Cádiz que no fue mancillada por la corrupción como fue el caso de los Balbo (¡No somos nadie!).

         Plotina fue una esposa modelo de la que Dion Casio cuenta que, al entrar por primera vez en el palacio de imperial, pronunció estas hermosas palabras: “Prometo al pueblo de Roma que saldré de aquí tal y como entro: sin haber hecho ningún mal a nadie”. No sabemos si, a continuación, Plotina y Trajano se dedicaron a “cambiar el colchón” en el que había dormido el anterior emperador que, si no me equivoco, fue Nerva (digo esto por aquello que tuvo la poca gracia de contar Pedro Sánchez en su ¿libro?), pero los romanos eran gente seria que se tomaban la política como hay que tomársela. Plotina, cuando su marido encontró la muerte en circunstancias poco claras en Asia Menor, más en concreto en la ciudad de Selinus de Cilicia cuyo nombre cambiaría a partir del luctuosos hecho en Trajanópolis, volvió con su cadáver a Roma acompañada de su sobrina Matidia y de su tutor Celio Taciano. Pero nos estamos yendo del tema.

         Si vamos a Cádiz en la actualidad, veremos que los gaditanos, agradecidos con esta familia, le han dedicado una de las calles de más “ambiente” de la ciudad: la calle Plocia en cuya entrada está el monumento a Antonia Gilabert Vargas, “mi” Perla de Cádiz . Gran fama tiene la calle por sus tabernas típicas y porque está a espaldas de la antigua fábrica de tabacos de Cádiz. En nuestra visita a la ciudad hace pocos días la hemos paseado asiduamente y hasta me he llegado a cortar el pelo en la peluquería de Virogas, un uruguayo que llegó a Cádiz hace una veintena de años y con el que estuve hablando de Mario Benedetti y de Eduardo Galeano, dos maestros uruguayos de la escritura (público y notorio es que los taxistas de Buenos Aires y Montevideo tratan de Deleuze y de Derrida como los de Madrid escuchaban a Encarna Sánchez). Pero creo que me estoy desviando otra vez de la historia de la familia Plocia…

 

RÓMULO Y REMO

 


         Cuentan viejas historia que un antepasado mío llegó de Troya. Mucho sufrió aquel esforzado varón, muchos caminos de espuma recorrió siempre por un mar embravecido. En tierras de Cartago, tuvo que dejar – así es el destino – a aquella mujer que lo amaba de veras y ver, a lo lejos, la pira humeante de Dido. Ya en tierras de Italia, remontó el Tíber hasta el lugar donde moraba el dios Saturno, al que Jano, rey del Lacio, recibió tras intentar matar a su hijo Júpiter y perder el imperio del cielo. Un descendiente de Saturno, Latino, le ofreció la mano de su hija Lavinia prometida a por su padre a Turno, rey de los Rútulos, que no sufrió en su corazón que su futuro suegro entregara a la muchacha que iba a ser su esposa a un advenedizo tan sólo porque los adivinos habían aconsejado que entregara la mano de su hija a un héroe extranjero y Lavino, al saber por boca de los emisarios de Eneas que el héroe troyano había llegado a Laurentia, decidió entregarla al recién llegado. La misma Juno abrió las puertas del templo de Jano y Turno se llegó a lo más alto de la ciudad para izar la bandera de sangre que llamaba a la guerra. Latino se mantuvo neutral y, tras la muerte de Turno a manos de Eneas, que ve en el rey de los Rótulos el cinturón de Evandro , firma la paz con los troyanos. Dice una vieja leyenda  que, luchando Latino con Mecencio, rey de Cere, desapareció y acabó convertido en Júpiter Latino.

         Tras esta desaparición, Eneas, el pius Aeneas de la epopeya virgiliana, sucedió a Latino en el trono, pero le cambió el nombre a la ciudad que pasó a llamarse Lavinio en honor de Lavinia,  su nueva esposa. Al morir Eneas, pues mortal era, su hijo Julo-Ascanio, el hijo que tuvo con Creusa, su primera mujer, aquella que en el incendio de Troya murió y que, cuando la iba a buscar, se le apareció para darle ánimos en su titánica empresa de fundar una nueva Troya, fundó una ciudad distinta y propia a la que llamó Alba Longa.

         ¡Diez generaciones reinó la dinastía del hijo de Eneas con reyes que encontramos en los libros de historia: Silvio, Eneas Silvio, Latino Silvio, Alba, Atis, Capis, Capeto, Tiberio Silvio, Agripa, Romulo Silvio, Aventino, Procas, Amulio y Numitor. Fueron estos dos los que fueron causantes de la fundación de Roma como veremos a continuación.

         Amulio era un hombre violento en cuya sangre hervía una ambición desmesurada. Siendo todavía un niño, le decía a su hermano Numitor que él y sólo él sería el rey de Alba Longa. Y así fue, pues Amulio expulsó a su hermano Numitor del trono aunque se habían establecido un turno y, para que no hubiera descendencia que lo pudiera suceder o reclamar el trono, mató a los hijos varones y a Rea Silvia la convirtió en Virgen Vestal y la encerró en un templo. Las Vestales tenían que permanecer vírgenes mientras ejercían su sacerdocio y tan sólo cuando ya a una edad avanzada lo abandonaban, podían tener hijos. Pero ya era tarde pues ninguna mujer salía del templo en edad de concebir. Amulio se aseguraba así el que no hubiera descendientes que le pudieran ni siquiera reclamar el trono.

         Sin embargo, para los dioses nada es imposible y tenían ellos otros planes. Una mañana, Rea Silvia bajó hasta el río para lavar los objetos sagrados del templo de Vesta. Llevaba, apoyada en un rodete sobre su cabeza, una tinaja de barro con los sagrados objetos del culto. Hacía calor y el sudor bañaba el cuerpo de la joven. Al llegar a un fresco soto, bajó por un suave camino que         llegaba hasta el río Tíber. A medida que bajaba, iba notando el frescor del río y cuando llegó a su orilla, se sentó en un prado ameno. Estaba cansada y un vientecillo fresco oreaba sus cabellos mojados por el sudor del esfuerzo. Sentada en el prado, oía el murmullo del río mientras sus ojos se deleitaban con la luz que quedaba amortiguada en su intensidad por el verde de las hojas. El agua, el viento, las hojas de los chopos eran en sus oídos un suave susurro que invitaba al reposo. Rea entonces abrió su vestido y dejó que su pecho recibiera aquel viento y aquella sombra mientras con la mano se iba arreglando los despeinados cabellos. Poco a poco, Morfeo se fue apoderando de sus ojillos y, al final, la mano que sujetaba el mentón cayó hasta el suelo. Entonces Rea se asustó, pero luego, semidormida,  dejó caer mansamente su cabeza hasta el suelo y se entregó al sueño tan plácidamente como cuando era un niña en brazos de su madre.

         Al cabo de un tiempo, Rea Silvia se despertó tan cansada como se había acostado. Había tenido un sueño o ¿era , acaso, algo más que un sueño aquello que ahora recordaba mientras el mismo viento se asustaba de la cara de Rea recordando lo soñado. La joven lo fue recordando poco a poco para sí: “Estaba entre los fuegos de Troya cuando la cinta de lana que rodea mis cabellos cayó entre ante los sagrados hogares. De allí, al mismo tiempo, admirable de contemplar, surgen dos palmeras, una mayor que la otra y ambas protegen el mundo con sus pesadas ramas mientras las estrellas rozan en sus altas copas.

         He aquí que mi tío paterno levanta su espada contra nosotros ellos. Me quedo aterrada al darme cuenta y mi corazón palpita de miedo. El pájaro carpintero, ave de Marte, junto a la loba pelean por el árbol gemelo y cada una de las palmeras recibió su protección.

         Así lo recordaba mientras con débiles manos levantaba el recipiente  que había llevado. ¿Qué le había ocurrido durante el sueño?

         Yo sólo os digo que así lo recordaba mi madre y así nos lo contaba siendo pequeños. También nos contaba que Amulio, lleno de ira por nuestro nacimiento, nos arrojó al Tíber, pero el río, de manera milagrosa, se apiadó de nosotros y nos dejó en la orilla, a la sombra de una higuera. Hubiéramos muerto de hambre si no hubiera pasado una loba que había perdido a sus lobeznos; se apiadó de nosotros, nos llevó a su cueva y allí nos dio de mamar.

         Otro día, mientras iba con su rebaño el pastor Fáustulo, oyó nuestros lloros y guiado por ellos encontró la cueva de la loba que estaba cazando en lo más alto de los montes. Aprovechando su ausencia, Fáustulo nos recogió y nos llevó a su humilde cabaña en la que olía a leche cuajada, a pan y a las verduras del huerto que la pastora cocía en un humilde lar. Era la mujer del pastor, Acca Laurentia, que nos recibió llena de alegría y con ellos nos criamos.

La cabaña de Fáustulo era pequeña, pero su mujer ponía más empeño en su cuidado que si hubiera sido el palacio de un rey. Todas las mañanas nos despertaban el olor de los requesones, de la leche cuya espesa nata untábamos en las rebanadas de pan caliente. Mi madre adoptiva, por encima de aquella nata, nos echaba un poquito de miel. ¡Qué detallista era! En primavera, Acra ponía flores en la mesa y toda la casa olía a la vida que renacía. En las cenas, el olor del almodrote llenaba todo aquel pedacito de Arcadia en el que vivíamos los cuatro. Algunos días, mi madre mojaba el pan en leche, lo rebozaba con huevo y lo freía en la sartén y, al igual que hacía con la nata de la leche, echaba por su superficie una capa de miel que parecía un cristal mágico en el que nos reflejábamos Remo y yo.

        

Tres veces seis años pasaron y en nuestra cara ya asomaba una barba rubia. Nosotros poníamos las leyes, hacíamos justicia, devolvíamos a sus dueños lo que los ladrones sin escrúpulos les habían robado. Un día, supimos la verdad y entonces yo, Rómulo, maté a  Amulio, el hermano de mi abuelo Numitor al que puse de nuevo en el trono.

         No quisimos quedarnos en Alba Longa y regresamos al lugar en donde el pastor, nuestro querido Fáustulo, nos había encontrado, la ribera del Tíber. En una de las colinas que nos rodeaban íbamos a fundar la ciudad nuestra, pero muy pronto empezaron las discrepancias entre nosotros pues yo quería fundar mi Roma en el monte Palatino, pero Remo quería fundar su Remoria en el Aventino. No valía en nuestro caso la ley de primogenitura pues éramos gemelos así que había que buscar otra manera de saber quién sería el rey y quién fundaría la ciudad en el lugar que había elegido. Un muchacho amigo, que se había venido con nosotros desde Alba Longa, tuvo la feliz idea: bastaría mirar al cielo y  que aquel que viera más buitres volando sería el nuevo rey fundador de la ciudad. Así lo hicimos : yo vi doce buitres y mi hermano, seis. Me había convertido en el rey. Al momento, cogí un arado y un par de bueyes. Agarrando la esteva con firmeza  tracé los límites de la nueva ciudad que los siglos venideros conocerán como Roma. Era el 21 de abril del año 753 a. C. Al terminar de trazar el pomoerium dije solemnemente que nadie, durante las ceremonias, atravesara los límites de mi ciudad. Remo no pensó que lo decía en serio y cruzó. Le dije que si no me había escuchado y me dijo que sí, que perfectamente, pero que él no era cualquiera, que era mi hermano gemelo. Mira Remo – le dije- tengo que echarte de esta ciudad, tengo que empujarte al otro lado del surco que acabo de trazar con el arado porque la ley no puede tener excepciones. “¿Qué ley?”- me contestó riéndose. “¿Y llamas ciudad a un surco que acabas de trazar con estos bueyes? Mira, para que veas lo que opino de tu ley, voy a saltármelo varias veces”. En nuestro viaje desde Alba Longa nos habían seguido algunos habitantes, no más de cien. Si dejaba que mi hermano se burlara de mí, había perdido la autoridad sobre mis gentes. Le volví a increpar y él se volvió a burlar. Fue entonces cuando nos peleamos y cuando yo, cansado de sus burlas y lleno de ira, lo golpeé. A causa de esas heridas, mi hermano murió a los pocos días. Nunca quise matarlo y me hubiera gustado que juntos hubiéramos gobernado Roma por turnos, pero su cabezonería y el destino jugó en mi contra. Estuvo un tiempo tan hundido que  quise marcharme de nuevo a Alba y trabajar allí de simple pastor como Fáustulo que, viviendo en su modestia, había sido feliz todo los días de su vida, pero me di cuenta de que Roma estaba llamada a grandes logros porque grandes logros tenían que salir de tan vidas legendarias. Lo demás no es menester que os lo cuente pues estará en los libros de historia que mis descendientes escribirán.

miércoles, 21 de agosto de 2024

GALA PLACIDIA

 


 

El viejo membrillo de mi huerto ha perdido las hojas durante el invierno. Ya el otoño hizo su labor y le fue vistiendo de oro su follaje; luego, quitando sin prisas esas hojas a cuya sombra me gustaba sentarme en el verano a leer. En las largas tardes del mes que lleva el nombre del emperador Augusto, me sentaba con un libro hasta que se levantaba un viento que golpeaba las ventanas abiertas de la casa, que recorría los desvanes, que alborotaba la paja del pajar.  Ese viento llevaba en su corazón un poco de otoño y, si me apuráis, un poso pequeñito de invierno. Había días que, a ese viento, le seguí la lluvia que anunciaba el otoño y el jardín se llenaba del aroma de la primera lluvia después de la sequía del verano. El monte nos prestaba su perfume que había tenido reservado en un frasco de ramas y tomillos para empezar el otoño. En las tierra de mi padre, tierra de grandes llanuras por donde vuela la avutarda, el ave lenta, el otoño se llena con los fuegos que prenden los labradores para quemar las rastrojeras y de noche, en la lejanía, se puede ver una línea de fuego en el horizonte. Pero yo nací muy lejos de esas tierras.

            Mis primeros recuerdos son las historias de mi ama sobre un buey que llevaba volando a una chica a la que había raptado en un playa mientras jugaba con él. Mi aya me avisaba: No te fíes nunca de los hombres; no sabes por dónde pueden salir. Pronto lo aprendí con mi hermano Arcadio que me echó de Constantinopla. Con mi otro hermanastro, Honorio, fui para Milán en donde estaba mi padre. Los días de niebla se sucedían en aquellas llanuras del Po y parecía que el cielo y la tierra eran lo mismo. Cuando murió mi padre, quedé al cuidado de Serena, la mujer de Estilicón, con la que aprendí lo que sé que es lo que se nos permite a una mujer. Pero os confieso que yo siempre quise saber más y me dediqué por mi cuenta a leer todo lo que encontraba. Me parecía que, con un libro en las manos, nada me podía pasar; que los lemures y, hasta la misma muerte, me dejarían tranquila.  Con esa idea, viví en los palacios de Milán y de Roma, la capital del imperio, la Urbs.

            Estilicón y Serena querían vincular a sus hijos con la familia imperial. Para ellos era una manera de demostrar que eran tan romanos como nosotros pues Estilicón era hijo de un militar vándalo y de una romana. Y así casaron a su hija María con mi hermanastro Honorio. ¡Qué hermoso Epitalamio compuso Claudiano para la ocasión aquel que empieza así:

 


Hauserat insolitos promissae virginis ignes
Augustus
 primoque rudis flagraverat aestu;
nec
 novus unde calor nec quid suspiria vellent,
noverat
 incipiens et adhuc ignarus amandi.

 

 A mí, me casaron con su hijo Euquerio que estaba emparentado con mi padre ya que Serena era su sobrina. Yo ostentaba el título de nobilísima por medio del cual podía transmitir la dignidad imperial.

            Sin embargo, mi vida se truncó de golpe con la llegada a Roma de Alarico y me convertí en su rehén.

            Han vuelto los gorriones al membrillo. Vuelan primero varias veces alrededor de él como si estuvieran buscando la rama en la que posarse y se acaban posando en ella porque son libres. ¿He sido yo libre alguna vez? Honorio, mi querido hermano, me obligó a casarme con el general Flavio Constantino y de él tuve dos hijos, Valentiniano y Honoria. No me preguntéis si amé a Flavio. Sólo puedo deciros que si a alguien he amado en mi vida fue a Ataúlfo de quien tuve a ese pobre niño al que enterramos en Barcelona en una mañana en la que el viento del mar se empeñaba en agitar las túnicas de los sacerdotes. ¡Mi pobre Teodosio que tampoco pudo reposar en aquella ladera junto al mar porque se lo acabaron llevando al mausoleo imperial de la Basílica de San Pedro! Poco duró mi matrimonio con Flavio pues, a los cuatro años, murió y me dejó sola con mis hijos. Yo entonces me refugié en mi hermano Honorio al que tanto he querido y las gentes de lenguas viperinas dieron en decir que éramos amantes y que yo me había aliado con los visigodos para matarlo. No sabían lo que decían. Si era su amante, ¿por qué iba a intentar matarlo? De nada valieron mis protestas, mi confesión de la verdad a los cuatro vientos. Me sacaron de Rávena al anochecer y el alba del día siguiente me encontró camino de Roma y, por si ese exilio fuera poco, me enviaron otra vez a Constantinopla.

            Mi queridísimo hermano Honorio murió en el 423 y mi hijo Valentiniano fue nombrado César en Salónica un 23 de octubre del año 424 y un año después, en Roma, Augusto y emperador de Occidente cuando tan sólo tenía seis años.

            Es probable que muera en Roma, la ciudad en la que me encuentro ahora y en la que soy, a mi manera, feliz. He mandado edificar las basílicas de la San Juan Bautista  y de la Santa Cruz en Rávena y he terminado las obras de la basílica de San Juan Laterano en Roma.  Creo firmemente que, cuando muera, en una revuelta de ese camino que nos lleva con nuestros antepasados, me estará esperando, para darme un abrazo, aquel joven judío en el que he creído con fervor. En él pongo mis angustias y él guía mi vida.  Nescio quo vadam, sed quis me ducat scio. Como se dice en el Ordinario de la Misa: Por Cristo, con él y en él, a ti Dios padre omnipotente, por la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén.