Cuentan viejas historia que un
antepasado mío llegó de Troya. Mucho sufrió aquel esforzado varón, muchos
caminos de espuma recorrió siempre por un mar embravecido. En tierras de
Cartago, tuvo que dejar – así es el destino – a aquella mujer que lo amaba de
veras y ver, a lo lejos, la pira humeante de Dido. Ya en tierras de Italia,
remontó el Tíber hasta el lugar donde moraba el dios Saturno, al que Jano, rey
del Lacio, recibió tras intentar matar a su hijo Júpiter y perder el imperio
del cielo. Un descendiente de Saturno, Latino, le ofreció la mano de su hija Lavinia
prometida a por su padre a Turno, rey de los Rútulos, que no sufrió en su
corazón que su futuro suegro entregara a la muchacha que iba a ser su esposa a
un advenedizo tan sólo porque los adivinos habían aconsejado que entregara la
mano de su hija a un héroe extranjero y Lavino, al saber por boca de los
emisarios de Eneas que el héroe troyano había llegado a Laurentia, decidió
entregarla al recién llegado. La misma Juno abrió las puertas del templo de
Jano y Turno se llegó a lo más alto de la ciudad para izar la bandera de sangre
que llamaba a la guerra. Latino se mantuvo neutral y, tras la muerte de Turno a
manos de Eneas, que ve en el rey de los Rótulos el cinturón de Evandro , firma
la paz con los troyanos. Dice una vieja leyenda
que, luchando Latino con Mecencio, rey de Cere, desapareció y acabó
convertido en Júpiter Latino.
Tras esta desaparición, Eneas, el pius Aeneas de la epopeya virgiliana,
sucedió a Latino en el trono, pero le cambió el nombre a la ciudad que pasó a llamarse
Lavinio en honor de Lavinia, su nueva
esposa. Al morir Eneas, pues mortal era, su hijo Julo-Ascanio, el hijo que tuvo
con Creusa, su primera mujer, aquella que en el incendio de Troya murió y que,
cuando la iba a buscar, se le apareció para darle ánimos en su titánica empresa
de fundar una nueva Troya, fundó una ciudad distinta y propia a la que llamó
Alba Longa.
¡Diez generaciones reinó la dinastía
del hijo de Eneas con reyes que encontramos en los libros de historia: Silvio,
Eneas Silvio, Latino Silvio, Alba, Atis, Capis, Capeto, Tiberio Silvio, Agripa,
Romulo Silvio, Aventino, Procas, Amulio y Numitor. Fueron estos dos los que
fueron causantes de la fundación de Roma como veremos a continuación.
Amulio era un hombre violento en cuya
sangre hervía una ambición desmesurada. Siendo todavía un niño, le decía a su
hermano Numitor que él y sólo él sería el rey de Alba Longa. Y así fue, pues
Amulio expulsó a su hermano Numitor del trono aunque se habían establecido un
turno y, para que no hubiera descendencia que lo pudiera suceder o reclamar el
trono, mató a los hijos varones y a Rea Silvia la convirtió en Virgen Vestal y
la encerró en un templo. Las Vestales tenían que permanecer vírgenes mientras
ejercían su sacerdocio y tan sólo cuando ya a una edad avanzada lo abandonaban,
podían tener hijos. Pero ya era tarde pues ninguna mujer salía del templo en
edad de concebir. Amulio se aseguraba así el que no hubiera descendientes que
le pudieran ni siquiera reclamar el trono.
Sin embargo, para los dioses nada es
imposible y tenían ellos otros planes. Una mañana, Rea Silvia bajó hasta el río
para lavar los objetos sagrados del templo de Vesta. Llevaba, apoyada en un
rodete sobre su cabeza, una tinaja de barro con los sagrados objetos del culto.
Hacía calor y el sudor bañaba el cuerpo de la joven. Al llegar a un fresco
soto, bajó por un suave camino que llegaba
hasta el río Tíber. A medida que bajaba, iba notando el frescor del río y
cuando llegó a su orilla, se sentó en un prado ameno. Estaba cansada y un
vientecillo fresco oreaba sus cabellos mojados por el sudor del esfuerzo.
Sentada en el prado, oía el murmullo del río mientras sus ojos se deleitaban
con la luz que quedaba amortiguada en su intensidad por el verde de las hojas.
El agua, el viento, las hojas de los chopos eran en sus oídos un suave susurro
que invitaba al reposo. Rea entonces abrió su vestido y dejó que su pecho
recibiera aquel viento y aquella sombra mientras con la mano se iba arreglando
los despeinados cabellos. Poco a poco, Morfeo se fue apoderando de sus ojillos y,
al final, la mano que sujetaba el mentón cayó hasta el suelo. Entonces Rea se
asustó, pero luego, semidormida, dejó
caer mansamente su cabeza hasta el suelo y se entregó al sueño tan plácidamente
como cuando era un niña en brazos de su madre.
Al cabo de un tiempo, Rea Silvia se
despertó tan cansada como se había acostado. Había tenido un sueño o ¿era ,
acaso, algo más que un sueño aquello que ahora recordaba mientras el mismo
viento se asustaba de la cara de Rea recordando lo soñado. La joven lo fue
recordando poco a poco para sí: “Estaba entre los fuegos de Troya cuando la
cinta de lana que rodea mis cabellos cayó entre ante los sagrados hogares. De allí,
al mismo tiempo, admirable de contemplar, surgen dos palmeras, una mayor que la
otra y ambas protegen el mundo con sus pesadas ramas mientras las estrellas
rozan en sus altas copas.
He aquí que mi tío
paterno levanta su espada contra nosotros ellos. Me quedo aterrada al darme
cuenta y mi corazón palpita de miedo. El pájaro carpintero, ave de Marte, junto
a la loba pelean por el árbol gemelo y cada una de las palmeras recibió su
protección.
Así lo recordaba mientras con débiles
manos levantaba el recipiente que había
llevado. ¿Qué le había ocurrido durante el sueño?
Yo sólo os digo que así lo recordaba mi
madre y así nos lo contaba siendo pequeños. También nos contaba que Amulio,
lleno de ira por nuestro nacimiento, nos arrojó al Tíber, pero el río, de
manera milagrosa, se apiadó de nosotros y nos dejó en la orilla, a la sombra de
una higuera. Hubiéramos muerto de hambre si no hubiera pasado una loba que
había perdido a sus lobeznos; se apiadó de nosotros, nos llevó a su cueva y
allí nos dio de mamar.
Otro día, mientras iba con su rebaño el
pastor Fáustulo, oyó nuestros lloros y guiado por ellos encontró la cueva de la
loba que estaba cazando en lo más alto de los montes. Aprovechando su ausencia,
Fáustulo nos recogió y nos llevó a su humilde cabaña en la que olía a leche cuajada,
a pan y a las verduras del huerto que la pastora cocía en un humilde lar. Era
la mujer del pastor, Acca Laurentia, que nos recibió llena de alegría y con ellos
nos criamos.
La
cabaña de Fáustulo era pequeña, pero su mujer ponía más empeño en su cuidado
que si hubiera sido el palacio de un rey. Todas las mañanas nos despertaban el
olor de los requesones, de la leche cuya espesa nata untábamos en las rebanadas
de pan caliente. Mi madre adoptiva, por encima de aquella nata, nos echaba un
poquito de miel. ¡Qué detallista era! En primavera, Acra ponía flores en la
mesa y toda la casa olía a la vida que renacía. En las cenas, el olor del
almodrote llenaba todo aquel pedacito de Arcadia en el que vivíamos los cuatro.
Algunos días, mi madre mojaba el pan en leche, lo rebozaba con huevo y lo freía
en la sartén y, al igual que hacía con la nata de la leche, echaba por su
superficie una capa de miel que parecía un cristal mágico en el que nos
reflejábamos Remo y yo.
Tres
veces seis años pasaron y en nuestra cara ya asomaba una barba rubia. Nosotros
poníamos las leyes, hacíamos justicia, devolvíamos a sus dueños lo que los ladrones
sin escrúpulos les habían robado. Un día, supimos la verdad y entonces yo,
Rómulo, maté a Amulio, el hermano de mi
abuelo Numitor al que puse de nuevo en el trono.
No quisimos quedarnos en Alba Longa y
regresamos al lugar en donde el pastor, nuestro querido Fáustulo, nos había
encontrado, la ribera del Tíber. En una de las colinas que nos rodeaban íbamos
a fundar la ciudad nuestra, pero muy pronto empezaron las discrepancias entre
nosotros pues yo quería fundar mi Roma en el monte Palatino, pero Remo quería
fundar su Remoria en el Aventino. No valía en nuestro caso la ley de
primogenitura pues éramos gemelos así que había que buscar otra manera de saber
quién sería el rey y quién fundaría la ciudad en el lugar que había elegido. Un
muchacho amigo, que se había venido con nosotros desde Alba Longa, tuvo la
feliz idea: bastaría mirar al cielo y que aquel que viera más buitres volando sería
el nuevo rey fundador de la ciudad. Así lo hicimos : yo vi doce buitres y mi hermano,
seis. Me había convertido en el rey. Al momento, cogí un arado y un par de bueyes.
Agarrando la esteva con firmeza tracé
los límites de la nueva ciudad que los siglos venideros conocerán como Roma.
Era el 21 de abril del año 753 a. C. Al terminar de trazar el pomoerium dije solemnemente que nadie,
durante las ceremonias, atravesara los límites de mi ciudad. Remo no pensó que
lo decía en serio y cruzó. Le dije que si no me había escuchado y me dijo que sí,
que perfectamente, pero que él no era cualquiera, que era mi hermano gemelo.
Mira Remo – le dije- tengo que echarte de esta ciudad, tengo que empujarte al
otro lado del surco que acabo de trazar con el arado porque la ley no puede
tener excepciones. “¿Qué ley?”- me contestó riéndose. “¿Y llamas ciudad a un
surco que acabas de trazar con estos bueyes? Mira, para que veas lo que opino
de tu ley, voy a saltármelo varias veces”. En nuestro viaje desde Alba Longa
nos habían seguido algunos habitantes, no más de cien. Si dejaba que mi hermano
se burlara de mí, había perdido la autoridad sobre mis gentes. Le volví a
increpar y él se volvió a burlar. Fue entonces cuando nos peleamos y cuando yo,
cansado de sus burlas y lleno de ira, lo golpeé. A causa de esas heridas, mi
hermano murió a los pocos días. Nunca quise matarlo y me hubiera gustado que
juntos hubiéramos gobernado Roma por turnos, pero su cabezonería y el destino
jugó en mi contra. Estuvo un tiempo tan hundido que quise marcharme de nuevo a Alba y trabajar
allí de simple pastor como Fáustulo que, viviendo en su modestia, había sido
feliz todo los días de su vida, pero me di cuenta de que Roma estaba llamada a
grandes logros porque grandes logros tenían que salir de tan vidas legendarias.
Lo demás no es menester que os lo cuente pues estará en los libros de historia
que mis descendientes escribirán.
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