CORIOLANO
Ὁ δὲ Μάρκιος ἑτέρων μᾶλλον ἐμπαθὴς γεγονὼς πρὸς τοὺς πολεμικοὺς ἀγῶνας, εὐθὺς ἐκ παιδὸς τὰ ὅπλα διὰ χειρὸς εἶχε, Vida de Coriolano – Plutarco – Vidas Paralelas
Dominaba entre las demás pasiones de
Marcio la de la guerra, y así desde niño empezó a manejar las armas;
Traducción de Ranz Romanillos
¡Malditos seáis,
plebeyos! ¡Malditos vosotros y todas vuestras familias que me habéis traído la
mayor ruina que un hombre puede soportar!
No
necesito explicar (todos lo sabéis) por qué hice defección hacia los volscos.
Yo tomé Corioli y salvé al ejército romano de una derrota segura porque me di cuenta
de que los volscos se retiraban y, reuniendo un puñado de valientes, entré en
la ciudad. Con unas teas, incendiamos las casas más cercanas a las murallas y
los volscos, aterrados al ver los incendios, se rindieron al momento. Roma me
dio la fama que merecía por mi acción y me convirtió en un héroe. Sin embargo,
una de mis virtudes (para otros un defecto) es que nunca me he podido callar y,
cuando la hambruna de Roma, acusé a los plebeyos de no dejar que se trabajaran
las tierras y, ¡además! de pedir que se repartiera la anona. Me negué a ese
reparto y los señalé con toda la claridad y energía que pude. Entonces ellos
hicieron uso de la única arma que conocen: la mentira. Empezaron a decir que mi
vida lujosa (para ellos, claro) se debía a que me aprovechaba de los fondos
públicos y los senadores los creyeron porque hay que tener contenta a la plebe.
Nadie recordó mi hazaña, nadie se acordó que yo había sido declarado héroe,
nadie hizo memoria de mi valentía frente a los volscos y me llevaron a la
cárcel. ¿Hay ignominia mayor que ésta? No contentos con esta atrocidad, me
echaron de la ciudad. Al principio, no sabía dónde ir, pero al cabo de unos
días, pensé que, si Roma no me quería, me querrían los volscos que habían sido
derrotados por mi espada. Entré disfrazado en su ciudad y me llegué a la casa
de Tullius Aufidius, un noble volsco. Me recibió sin saber quién era y, cuando
me descubrí y le conté lo que había pasado, no se podía creer que Roma tratara
tan mal a sus héroes. Bien es cierto que, al principio, no entendió mi ira,
pero, más tarde, tras tomar un mulsum
en la serenidad de la tarde, me dio la razón y comprendió mi desengaño. Nos
pusimos de acuerdo en enviar legados a
los ecuos y a los hérnicos que nos respondieron con sendos embajadores cuyos
caballos tordos llenaban de relinchos los valles mientras venían a Anzoli. Con
ellos como aliados, saqueamos las ciudades del sur de Roma y nos llegamos hasta
sus mismísimas murallas. Quería vengarme de la injusticia que mis conciudadanos
habían cometido conmigo y la sangre se alborotaba en mi cuerpo al ver la piedra
de la muralla de la ciudad que también había sido mi ciudad; en ella, cuando
era un niño, iba poniendo muescas para señalar cómo iba creciendo el hombre que
hoy soy. Acepté una delegación del Senado (el mismo Senado que me había
encarcelado y expulsado) que quería negociar una rendición sin que la sangre
llegara a manchar las glebas que trabajaban los plebeyos. De nada les sirvió.
Que sepan que Coriolano no tiene piedad ni pacta con aquellos desagradecidos
que lo expulsaron por ser un héroe y por decir la verdad, esa verdad que yo
llevo como una brasa en mi boca que tengo que escupir porque me quema.
Está anocheciendo. El sol se va
ocultando poco a poco y las siluetas se van desdibujando como si quisieran desaparecer en el aire,
pero, mientras Helios se oculta, va dorando
las piedras de las murallas de Roma. Estoy sentado a la puerta de mi tienda y
mis huestes beben con alegría pensando en la conquista la que fue mi ciudad amada.
Estoy lleno de resentimiento y tan sólo quiero ver a los romanos arrastrase a
mis pies y pedirme perdón. Sólo eso calmará la sed de venganza que me arde por
dentro y que ni todo el agua del Tíber sería capaz de apagar. Para mí, la
ciudad en la que nací es una ciudad extraña por la que, cuando entre, iré con
una tea encendida como aquella vez en Coroli, quemando sus casas una a una
porque sólo la muerte que conlleva el fuego puede calmar mis afanes de
venganza. A veces, este deseo de venganza altera de tal manera mi corazón que
me parece que un águila bate sus alas en mi pecho.
Mas ¿qué veo? Vienen hacia mí mujer y
mi madre. Se están llegando a mí y veo que los ojos azules de Volumnia se han
ido apagando como la tarde y que son ahora como dos piedras negras que reflejan
las estrellas que han comenzado aparecer. Ahora que la tengo a mi lado, son
como dos cielos en miniatura que me miran desde lo más profundo de su alma.
También mi madre, Veturia, me está mirando con ojos suplicantes ahora que ya el
sol es un recuerdo en las colinas envueltas en la noche. No me han hablado aún,
pero sé lo que quieren ellas y todas las matronas que las siguen. No, no puedo
ceder, no puedo permitir que la historia diga que Cayo Marcio Coriolano cedió
ante los llantos y las súplicas de dos mujeres.
Volumnia
y Veturia avanzan y se sitúan frente a Coriolano que se tapa los
oídos.
-
Hijo, depón las ramas. Los muertos que
tus ejércitos cuenten como enemigos son tus amigos de las calles, los que
contigo jugaron, los que contigo salían de las murallas para jugar a los
asedios. ¡Cuántas veces la tarde os vio sumidos en estos juegos! Hijo, mira que
tus armas se teñirán con la sangre de tus vecinos. No tengas rencor a Roma
pues, aunque obró mal contigo, sigue siendo la ciudad en la que naciste. Cayo,
hijo, por Volumnia y por mí, no lleves el fuego a las murallas que te vieron
nacer.
-
¡Es que no hay nadie que se lleve a
estas mujeres de mi presencia!
-
¡No le escuchéis, volscos! ¡Es su
madre, la que le parió la que le está hablando! Sí, la que le amamantó y le acunó. Si quieres destruir Roma, empieza
por mí y atraviesa con tu espada los pechos que te amamantaron.
Se
escucha un murmullo y Coriolano retrocede. Se acerca su esposa Volumnia.
-
Cayo, esposo, no te dejes guiar por la
ira, tú, el más dulce de los maridos, el más atento de los hombres. ¿Vas a poder más tu rencor que mi amor? ¿Va a poder más tu ira que tu ternura? ¿Va a
poder más tu furia que mis caricias de esposa entregada al amor de su vida?
Cayo, por mi madre y por mí, deja este asedio y ven con nosotras a casa.
Coriolano
se vuelve a sus tropas y se arrodilla. Se tapa la cara con sus manos para que
no vean que llora como un niño.
-
¡Malditos romanos, malditos plebeyos,
malditos volscos! ¡Entre todos habéis arruinado mi vida! Yo era un hombre
feliz, un héroe. La gente me paraba por las calles sucias de lodo e inmundicias
para abrazarme, pero tuvieron que ser aquellos malditos envidiosos los que
empezaran a contar aquellas mentiras sobre mí. Yo no podía consentir que
vosotras pensarais que vuestro Cayo había malversado fondos públicos, que
vuestro Cayo buscaba la sedición, que vuestro
Cayo no podía ser cónsul porque la envidia se lo impedía con mano de
hierro. ¡No me dejaron elección, madre!
Coriolano
se vuelve y se dice para sí a las matronas romanas.
-
¡Madre, esposa, ¿por qué me hacéis
esto? Sabéis cómo soy y que no podré luchar nunca contra vuestras súplicas.
Después
se enfrenta a ellas con decisión.
-
¡Marchaos de aquí antes de que os mate
a las dos con mi espada!
Ambas
mujeres avanzan y se paran frente a Coriolano.
-
Aquí tienes nuestros pechos, Cayo.
¡Que tu espada los atraviese de parte a parte antes de que entres en Roma con
tus tropas!
Ambas
mujeres caen de rodillas. Coriolano avanza hacia ellas con la espada desnuda.
La levanta y la blande en el aire. Temblando se queda con su arma en los más
alto, como una extraña figura, tallada por un escultor enloquecido. Luego,
dando un terrible grito cuyo eco aterra
los montes la deja caer y las abraza.
-
¡Dioses inmortales, sin vosotras, qué solo estaría en esta tierra!
Con
su mano, ordena a las tropas que se retiren y las tropas volscas de Coriolano
se retiran, con las cabezas gachas, rumbo a su ciudad.
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