'Oταν βλέπω σε, προσκυνῶ, καὶ τοὺς λόγους,
τῆς παρθένου τὸν οἶκον ἀστρῷον βλέπων,
εἰς οὐρανὸν γὰρ ἐστι σοῦ τὰ πράγματα,
Ὑπατία σέμνη, τῶν λόγων εὐμορφία,
ἄχραντον ἀστρὸν τῆς σοφῆς παιδεύσεως.
Reverenciada Hipatia, ornamento del saber,
estrella inmaculada de sabia formación,
cuando os veo a ti y a tu discurso,
yo te adoro mirando al hogar celestial de la
Virgen,
porque tus quehaceres están en el cielo.
— Antología Palatina, IX, 400.
HIPATIA DE ALEJANDRÍA
Alejandría,
con la llegada de la noche, se deja acariciar por el mar que llega hasta ella
en forma de un olor salado que va ocupando las esquinas que se van llenando de
sombras. Un olor a las mercancías del puerto va ocupando poco a poco la ciudad
y dejando en las casas la señal indeleble de las mercancías que van descargando
los barcos en los muelles durante el día. Entonces, me asomo a la ventana de mi
celda y veo ponerse el sol que, al hundirse en el mar, hace que su luz lo tiña
todo de sangre. Sangre, sí; hay demasiada sangre en Alejandría en estos días en
que os escribo.
¡Qué hermosa es esta ciudad! Recuerdo
sus amaneceres con los barcos lejanos cargados de especias que llenaban el alba
con sus aromas; recuerdo las tardes en el puerto, con mil marineros de mil
países distintos que hablaban sus mil lenguas con sus mil acentos distintos. Yo
era una niña y me gustaba escuchar sus voces mientras las noches se iban
aposentando por las callejas llenas de perfumes. Cada calle tenía el suyo y por
el olor las podíamos reconocer a ciegas. Había calles en donde olía la madera
que trabajaban los ebanistas y carpinteros; había calles en donde olía a la
lumbre de las fraguas; había calles en las que olía al barro fresco de los
alfareros y al mimbre dócil de los cesteros. En otras calles, se quedaba pegado
a mi cuerpo el olor espeso y dulzón de los fuertes perfumes que usaban las prostitutas
que recibían a los marineros en sus lupanares. En los barrios populares era el
olor al pescado frito el que llenaba el aire. Alejandría no olía lo mismo en
primavera que en verano, en otoño que en invierno. Así, cuando las hojas de los
árboles de los jardines se caían como caen las generaciones de los hombres
según el viejo Homero, los jardineros las quemaban en hogueras que dejaban por
el aire impreso el olor del otoño; en invierno, era el olor de los pasteleros
que cocían los panes; en primeva, el olor delicado de los lirios que florecían
en los jardines. Y el verano, ¡ay, el verano! era una sinfonía de colores y de
olores.
Todo empezó con la llegada del obispo Cirilo, el sucesor de Teófilo. Fue entonces
cuando comenzó esta ola de sangre imparable como si el Nilo se hubiera
desbordado y fuera inundando poco a poco esta ciudad.
Sé que algún día esa ola de sangre
llegará hasta este cuarto en el que escribo y sé que no la podré evitar por
mucho que la huya.
¿Acaso los cristianos no son seguidores
de Cristo, ese profeta que murió en la cruz
y que no se cansaba de repetir
que había que amarse los unos a los otros? ¿Dónde está tu amor al prójimo,
Cirilo, tú que persigues a los novacianos, a los judíos, a todos los que no piensan
como tú? ¿Es así como sigues a Cristo, mancillando tu espada con la sangre de los inocentes que son tus enemigos tan
sólo porque no creen lo que tú crees ni piensan como tú piensas? ¿Así pones la
otra mejilla, Cirilo? Yo, bien lo sabes, no soy cristiana ni nunca lo seré.
Para mí no hay más Dios que la razón que me guía en mis descubrimientos. Como
Lucrecio, creo que los dioses, en el caso de que existieran, no se ocuparían de
nosotros, pero también mi razón, siguiendo una ley natural tan antigua como el
hombre, me dice que matar nunca será lícito y que nunca hay ni habrá razones
para asesinar a un semejante. Todos los seres me merecen un respeto y ningún
dios me haría que los maltratara y, mucho menos, que los matara.
Sé, Cirilo, que me acabarás matando
porque mi libertad te molesta. Necesitas siervos y esbirros a tu lado que no
piensen por sí mismos. En el fondo, sé que siempre será así y que, aunque pasen
los siglos, los políticos como tú se rodearán siempre de colaboradores sumisos
que tan sólo sepan aplaudirles los crímenes. Una mujer libre, estudiosa y
suficiente no encaja en tu mundo de esclavos.
¡Mátame, Cirilo, mátame, pero mi voz seguirá
hablando en las bocas de los seres libres, de los seres que no necesitan ni Dios
ni amo!
Un mirlo canta de pronto en la tibia
madrugada. Su canto me está contando de la primavera que no veré.
¡Cuánto te recuerdo, Orestes, discípulo
mío, luz de este Nilo que se va vistiendo con sombras de muerte! Tu culpa fue
que cumpliste con tu obligación e informaste al emperador de las malhadadas
acciones del patriarca Cirilo que te pidió que te sometieses al Evangelio. ¿A
qué Evangelio si no había perdón en sus palabras y sí puñales de odio? Llegaron
entonces quinientos monjes del desierto de
Nitria para proteger a Cirilo y, al ver a mi Orestes que iba en su carro, lo
insultaron de mala manera y lo llamaron pagano y adorador de ídolos. “¿A mí me
llamáis eso? ¿A mí que soy cristiano y que el Patriarca de Constantinopla me
bautizó?” Entonces, uno de los monjes, de nombre Amonio, le lanzó una piedra.
Los soldados lo detuvieron y sufrió castigo, muerte y tortura. Cirilo se
apropió de su cuerpo y lo enterró como un mártir. Fue entonces cuando empezó a
correr la especie de que yo había sido la causante de esta disensión.
Estamos en Cuaresma y la sangre de
Cristo no tardará en correr. Nunca tuve nada contra ese judío; al revés, admiro
su vida sencilla, siempre al lado de los pobres, de los enfermos, de los marginados.
Mi amor por Grecia es el amor por la belleza y el amor a la belleza me lleva a
la belleza suprema de ese Dios único de los judíos, ese καλὸς κἀγαθός.
Jamás estaré de acuerdo con la violencia y creo firmemente que el fanatismo,
ese monstruo de corta mirada, es el peor mal que les puede suceder a los
hombres pues prende en el pueblo, sino en la muchedumbre voluble y siempre
sedienta de sangre. Si cogiéramos a los seres humanos uno a uno, ninguno
aprobaría el asesinato, pero la masa se deja seducir por la sangre que la
alimenta y la envalentona.
Sé muy bien que un día un fanático me
sacará de mi carruaje y me llevará al Cesareo; que allí las masas dispondrán de
mi cuerpo hasta que no sea más que un guiñapo sangriento. No me importa mi
muerte si mi sangre es la última que va a correr por las losas del Cesareo, si
con mi muerte la masa deja de pedir esa sangre que la lamenta, monstruo
insaciable.
A todos perdono y, en especial, a
Cirilo. Tu Jesús te habría perdonado como perdonó a Judas Iscariote que lo entregó.
Ya la noche, que me ha parecido llegar
a grandes zancadas tal y como llegará el otoño con sus atardeceres suaves de
olor dulce, va cubriendo los campos de Alejandría
y un cielo de sangre acompaña la retirada del sol. Me han dicho que un lector
llamado Pedro me busca para matarme. ¡Sea, dios desconocido, sea tu santa
voluntad! Hipatia de Alejandría será otra sombra más en la noche de la muerte,
pero los siglos venideros recordarán mi
luz y mi nombre se alzará contra el fanatismo que toda religión puede llegar a ser.
¡Hermanos, luchad por vuestro libre
pensamiento y no os dejéis atrapar por los locos que no ven más que sus
creencias y que creen que las suyas son las únicas verdades!
Calla la muchacha sabia y mira al río. Poco
a poco, un viento inmisericorde recorre la ciudad que fundó Alejandro y
envuelve a la joven que sigue mirando
atenta a la puesta del sol.
Hipatia muere en paz mientras un Nilo
de sangre que se abraza al Mediterráneo
va dejando sus limos en las riberas. El
viento del desierto hace cantar los olivos que como flautas de los montes
resuenan en la noche sagrada. ¡Que los dioses, cualesquiera que ellos sean, me
acojan en su paz!
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