El viejo membrillo de
mi huerto ha perdido las hojas durante el invierno. Ya el otoño hizo su labor y
le fue vistiendo de oro su follaje; luego, quitando sin prisas esas hojas a
cuya sombra me gustaba sentarme en el verano a leer. En las largas tardes del
mes que lleva el nombre del emperador Augusto, me sentaba con un libro hasta
que se levantaba un viento que golpeaba las ventanas abiertas de la casa, que
recorría los desvanes, que alborotaba la paja del pajar. Ese viento llevaba en su corazón un poco de
otoño y, si me apuráis, un poso pequeñito de invierno. Había días que, a ese
viento, le seguí la lluvia que anunciaba el otoño y el jardín se llenaba del
aroma de la primera lluvia después de la sequía del verano. El monte nos
prestaba su perfume que había tenido reservado en un frasco de ramas y tomillos
para empezar el otoño. En las tierra de mi padre, tierra de grandes llanuras
por donde vuela la avutarda, el ave lenta, el otoño se llena con los fuegos que
prenden los labradores para quemar las rastrojeras y de noche, en la lejanía,
se puede ver una línea de fuego en el horizonte. Pero yo nací muy lejos de esas
tierras.
Mis primeros recuerdos son las
historias de mi ama sobre un buey que llevaba volando a una chica a la que
había raptado en un playa mientras jugaba con él. Mi aya me avisaba: No te fíes
nunca de los hombres; no sabes por dónde pueden salir. Pronto lo aprendí con mi
hermano Arcadio que me echó de Constantinopla. Con mi otro hermanastro,
Honorio, fui para Milán en donde estaba mi padre. Los días de niebla se
sucedían en aquellas llanuras del Po y parecía que el cielo y la tierra eran lo
mismo. Cuando murió mi padre, quedé al cuidado de Serena, la mujer de
Estilicón, con la que aprendí lo que sé que es lo que se nos permite a una
mujer. Pero os confieso que yo siempre quise saber más y me dediqué por mi
cuenta a leer todo lo que encontraba. Me parecía que, con un libro en las
manos, nada me podía pasar; que los lemures y, hasta la misma muerte, me
dejarían tranquila. Con esa idea, viví
en los palacios de Milán y de Roma, la capital del imperio, la Urbs.
Estilicón y Serena querían vincular
a sus hijos con la familia imperial. Para ellos era una manera de demostrar que
eran tan romanos como nosotros pues Estilicón era hijo de un militar vándalo y
de una romana. Y así casaron a su hija María con mi hermanastro Honorio. ¡Qué
hermoso Epitalamio compuso Claudiano para la ocasión aquel que empieza así:
Hauserat insolitos promissae virginis ignes
Augustus primoque rudis flagraverat aestu;
nec novus unde calor nec quid suspiria vellent,
noverat incipiens et adhuc ignarus amandi.
A mí, me casaron con su hijo Euquerio que
estaba emparentado con mi padre ya que Serena era su sobrina. Yo ostentaba el
título de nobilísima por medio del
cual podía transmitir la dignidad imperial.
Sin embargo, mi vida se truncó de
golpe con la llegada a Roma de Alarico y me convertí en su rehén.
Han vuelto los gorriones al membrillo.
Vuelan primero varias veces alrededor de él como si estuvieran buscando la rama
en la que posarse y se acaban posando en ella porque son libres. ¿He sido yo
libre alguna vez? Honorio, mi querido hermano, me obligó a casarme con el
general Flavio Constantino y de él tuve dos hijos, Valentiniano y Honoria. No
me preguntéis si amé a Flavio. Sólo puedo deciros que si a alguien he amado en
mi vida fue a Ataúlfo de quien tuve a ese pobre niño al que enterramos en
Barcelona en una mañana en la que el viento del mar se empeñaba en agitar las
túnicas de los sacerdotes. ¡Mi pobre Teodosio que tampoco pudo reposar en
aquella ladera junto al mar porque se lo acabaron llevando al mausoleo imperial
de la Basílica de San Pedro! Poco duró mi matrimonio con Flavio pues, a los
cuatro años, murió y me dejó sola con mis hijos. Yo entonces me refugié en mi hermano
Honorio al que tanto he querido y las gentes de lenguas viperinas dieron en
decir que éramos amantes y que yo me había aliado con los visigodos para
matarlo. No sabían lo que decían. Si era su amante, ¿por qué iba a intentar
matarlo? De nada valieron mis protestas, mi confesión de la verdad a los cuatro
vientos. Me sacaron de Rávena al anochecer y el alba del día siguiente me
encontró camino de Roma y, por si ese exilio fuera poco, me enviaron otra vez a
Constantinopla.
Mi queridísimo hermano Honorio murió
en el 423 y mi hijo Valentiniano fue nombrado César en Salónica un 23 de
octubre del año 424 y un año después, en Roma, Augusto y emperador de Occidente
cuando tan sólo tenía seis años.
Es probable que muera en Roma, la
ciudad en la que me encuentro ahora y en la que soy, a mi manera, feliz. He
mandado edificar las basílicas de la San Juan Bautista y de la Santa Cruz en Rávena y he terminado
las obras de la basílica de San Juan Laterano en Roma. Creo firmemente que, cuando muera, en una
revuelta de ese camino que nos lleva con nuestros antepasados, me estará
esperando, para darme un abrazo, aquel joven judío en el que he creído con
fervor. En él pongo mis angustias y él guía mi vida. Nescio quo vadam, sed quis me
ducat scio. Como se dice en el Ordinario de la Misa: Por Cristo, con él y
en él, a ti Dios padre omnipotente, por la unidad del Espíritu Santo, todo honor
y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén.
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