También tenía ganas de leer a
Miguel D’Ors, nieto de mi muy estimado don Eugeni D’Ors. Jesús Sanz Rioja me había hablado de él
y lo tenía en esa lista de lecturas que tenemos todos los “lectores
profesionales” ese apodo con el que me tilda Miguel, el librero de Sandoval.
Coincidimos el poeta y un servidor en nuestros recuerdos pontevedreses: el
“Savoy”, aquel café de la plaza de la Herrería, los paisajes verdes de Galicia
o el río Almofrey. Sus poemas me gustan porque, tras una aparente sencillez o
incluso tras un supuesto prosaísmo, se esconde un trabajo de corrección y
limado muy importante. Lope de Vega decía aquello de “el borrador oscuro y el
verso claro” y este poeta santiagués se apunta a ese dicho. Merece la pena
leerlo. Como hago tantas veces, os dejo un poema que a mí me gusta mucho.
Los abuelos
El
abuelo era blanco; conocía
dos
cuevas y sabía seguir huellas de lobo.
La
abuela era menuda y tibia como un nido:
jugábamos
a pájaros con ella.
...
Y, alrededor, los dos llevaban como
un
contorno de campos y palomas:
cruzaban
el umbral y parecía
que
con ellos entraba el verano en la casa;
al
contarnos los cuentos, en sus voces
oíamos
molinos y cuervos alejándose
y
hasta en las mismas ropas nos traían
un
recuerdo fragante, un recuerdo lluvioso
del
heno y la retama...
...
Y el abuelo, qué manos de valiente,
qué
venas, retorcidas como parras;
las
ganas que me daban
de
cumplir en un día sesenta y cuatro años
para
tener dos manos como aquéllas...
Luego,
la abuela, aquellas zapatillas
de
nube que llevaba,
aquel
ir y venir, como volando,
de
la escoba al misal, de sus gallinas
a
las sábanas frescas,
de
la labor de lana a los geranios,
del
pan a las mejillas de sus nietos...
que
entonces, suavemente, quedábamos dormidos
creyendo
que la abuela no se acostaba nunca.