Siguiendo con poetas que apenas se
editan en España, recalé en Antonio Fernández Grilo. Este poeta cordobés nacido
en 1845 fue muy conocido en su época hasta el punto de que la reina Isabel II le pago un libro y que su
hijo, don Alfonso XII, se sabía algunos poemas suyos de memoria. Como es notoria
la falta de interés cultural de los Borbones cuyas aficiones a lo largo de la historia han sido los toros,
las putas y la caza ( el orden no os lo sabría precisar) me compré de viejo una
antología de Grilo de la colección Los
poetas y , para desengrasar de la agotadora lectura de ese medio engendro
que es el Tristram Shandy, me puse a leer a Fernández Grilo.Y bueno, bien, no
he sufrido ningún sarpullit - que diría mi buen amigo Miquel Arrufat- y
algunos poemas me han gustado mucho. El que escribe al mar sin conocer el mar y
que le dio mucha fama también en su época; el de las ermitas de Córdoba con un
ritmo muy cantable o el de la amada muerta en su juventud que a don Alfonso le
recordaría a su reina Mercedes. En fin, si podéis, leed algún poemilla de este
cordobés que llegó a ser Académico aunque eso a mí no me dice nada desde que
llegaron tan buenos escritores como
muchos de los que, en la actualidad,
pisan sus alfombras. Este sobre el
primer beso, ingenuo y sencillo, no está tan mal como le podría parecer a algún
lector cargado de prejuicios.
El primer beso
En el cielo la luna sonreía,
brillaban apacibles las estrellas,
y pálidas tus manos como ellas
amoroso en mis manos oprimía.
El velo de tus párpados cubría
miradas que el rubor hizo más bellas,
y el viento a nuestras tímidas querellas
con su murmullo blando respondía.
Yo contemplaba en mi delirio ardiente
tu rostro, de mi amor en el exceso;
tú reclinabas sobre mí la frente...
¡Sublime languidez! dulce embeleso,
que al unir nuestros labios de repente
prendió dos almas en la red de un beso.
En el cielo la luna sonreía,
brillaban apacibles las estrellas,
y pálidas tus manos como ellas
amoroso en mis manos oprimía.
El velo de tus párpados cubría
miradas que el rubor hizo más bellas,
y el viento a nuestras tímidas querellas
con su murmullo blando respondía.
Yo contemplaba en mi delirio ardiente
tu rostro, de mi amor en el exceso;
tú reclinabas sobre mí la frente...
¡Sublime languidez! dulce embeleso,
que al unir nuestros labios de repente
prendió dos almas en la red de un beso.
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