Aunque
hablé de ella en una entrada de hace más de tres años, tengo la necesidad
imperiosa de volver a la Perla, a la gran Perla de Cádiz porque, cada cierto
tiempo, tengo que regresar a su cante como aquel peregrino que salió de su
tierra y, al ponerse el sol en las aguas alunadas de la alberca, la añora. La
Perla cantaba mucho y bien y, a la guitarra, la acompañaba en este disco que
tanto sobo y manoseo, Manuel Morao, el guitarrista de los alzapúa, - es decir,
de tocar pasajes con los pulgares- , y de ese embrujo gitano que tenía su
fastuosa guitarra. Oír a la Perla es volver una tarde de otoño a Puerta Tierra
y desde allí, a paso lento, llegarse hasta el barrio la Viña para cantar por
alegrías mientras el sol se pone en la cúpula de la catedral y deja bañada de
oro la playa de la Victoria, una de las playas más hermosas del mundo. Oír a la
Perla es subirse a una terraza, a un mirador de Cádiz, para ver venir los barcos de América; escuchar
a la perla es escuchar una guitarra en
una madrugada desvelada de celos; escuchar a la perla es oír un caballo que
entra a galope corto por una calle empedrada mientras una reja se apaga de
pronto. Hijos, si un día alguien os pregunta de qué conocéis a la Perla de
Cádiz, decidle que vuestro padre, - que siempre vivió queriendo volver a
aquella ciudad que conoció en su adolescencia-, un día de noviembre en
Castilla, mientras ibais en el coche, os ponía un disco de esa mujer que de
puro arte no cabía en su Cádiz. Con eso me basta.
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