Este
librito de Alphonse Daudet siempre me ha sido simpático desde una remota tarde
en Madrid que me lo compré en francés en una librería de textos extranjeros que
abrieron en la calle General Oraa. Recuerdo que, al llegar a casa, estaba en
ella aquel hombre mágico que fue, que es en mi memoria, José González Folliot,
francés por parte de madre y berciano por parte de padre aunque él había nacido
en la plaza de Santa Ana en Madrid. Pepín, como le conocíamos todos, tenía una
hermana en Burdeos que se dedicaba a la cría de pulardas y hablaba un francés
extraño, mezcla de patois y de madrileñismo. Cuando vio el libro de Daudet,
recuerdo que se alegró mucho y pronunció el título con su acento entre aquitano
y chamberilero. En estos días de febrero en que el mirlo ya canta con fuerza y
los almendros se van vistiendo de nata, la lectura de Daudet me ha reportado
tardes de alegría y me ha hecho viajar hasta la Provenza, allí donde el padre
de Alfredo Germont, el protagonista de la Traviata quería enviar a su hijo para
que olvidara a la “descarriada” señorita. Huele a Tramontana este libro, a
romero y a olivos y el sol de la Provenza llena sus páginas. Un libro delicioso
que nos hace la vida más feliz. ¡Gracias, Daudet!
lunes, 25 de febrero de 2019
sábado, 23 de febrero de 2019
¿POR QUÉ THOMAS MANN NO ESCRIBIÓ LA BIBLIA?
He terminado,
con harta pena, la relectura de José y
sus hermanos, la obra monumental de Thomas Mann. Estaba tan metido en ese
mundo bíblico que tan bien recrea Mann que ya me creía en las tierras de Canaán
o en las tierras de Faraón. Cuando era pequeño y los sábados ponían Primera sesión, había películas que me
gustaban tanto que, cuando salía a la calle, me creía John Wayne o Charlton
Heston. Las calles de aquella ciudad de mi infancia devenían el desierto de
Arizona o el monte Sinaí. Con Mann es igual: me siento con mis hijos como un
Jacob y siento con él el dolor de haber perdido a su Dumuzi, a su José. Y exulto de gozo cuando ya en su vejez lo
recupera en la tierra de perdición que era Egipto para el patriarca. Hay
novelas que se meten en tu vida para hacerte más feliz, para hacerte mejor
persona. Eso ocurre cuando la literatura es de altísima calidad. Hace tan sólo
unos días y ya estoy echando de menos a José y a sus hermanos; es más, echo de
menos, tal y como ya dije en otra entrada de blog, el que Mann no se pusiera a
narrar otros episodios bíblicos con ese estilo maravilloso con el que aborda
una tarea ardua pues tienen que ir “rellenando” con su prosa genial la casi
esquemática narración del Génesis. ¡Gracias don Thomas por haberme hecho pasar
tan buenos meses con esta maravillosa relectura!
lunes, 18 de febrero de 2019
UN SEÑOR VESTIDO DE NEGRO
Lo recuerdo siempre vestido de
negro, con esa elegancia innata que tienen
los hijos de Breogán. Un gallego leal a sus ideas que se vino a esta
tierra castellana como un siglo atrás se venía Rosalía, miña nai, miña santiña. En aquella España tan feliz pero tan
cateta, Benigno era un personaje con una curiosidad que lo destacaba del resto
y así, entre mis recuerdos infantiles, está el de verlo filmar con su
tomavistas en Lapamán y, ya de regreso del veraneo, ver aquellas películas en
su casa de Torrejón de Ardoz, ese
poblachón manchego-madrileño tan lejos de su Ribadavia natal. Tuve la fortuna
de tratarlo y siempre me pareció un hombre educado, culto, con un acento
gallego que le hacía dulce a los “secos
fillos do deserto”. Ahora, al cabo de los años, lo recuerdo como un
caballero gallego de unas facciones que, no sé por qué las veo como talladas
por Victorio Macho, el gran escultor palentino. Se había quedado viudo muy
joven y siempre conservó su viudedad y su luto. Era grabador de los de antes,
un joyero que jamás usó pantógrafo. Tenía muchas razones para hablar mal del
régimen que lo había desterrado al desierto castellano, pero jamás le oí una
palabra en contra de nadie. Fue un caballero hasta en eso. Ya en los años noventa,
pasando unos días en casa de mis tíos, lo traté en la costa de Muros y me siguió
pareciendo, en su vejez, el mismo Jamás le oí una palabra más alta que otra y
tan sólo una vez, cuando radiaban el entierro de don Juan, el conde de
Barcelona, se quejó de una manera casi simbólica de la cobertura que estaban
dando los medios a la muerte de ese señor. El era un hombre de aquella
República que la acabaron matando entre unos y otros. Que sepa usted, señor Benigno,
que mi amor por Galicia empezó con mi respeto por aquel señor de negro que un
día llegó a Marín. Entonces yo era un niño y, probablemente, usted fuera más
joven de lo que yo soy ahora, pero su seriedad y su caballerosidad me
impresionaron. Ahora, tratando de Ángeles Gulín y de Antonio Blancas se me ha
venido a la memoria y he querido recordarlo en la humildad de este mi blog.
Seguro que, na Praia de Rianxo ainda caen como bágoas as estrelas.
ÁNGELES GULÍN
María Ángeles Gulín nació en
Ribadavia en 1939. Con muy pocos años, emigró, como tantos gallegos, camino del Uruguay. Allí, andando el tiempo,
conocería a un muchacho madrileño que también había emigrado a Uruguay con sus
padres. Y, por si esto fuera poco, dio
la casualidad de que la chica era soprano y el chico era barítono y, ya que las musas se lo ponían tan fácil, se casaron
en Uruguay y empezaron una sólida carrera de éxitos internacionales. En el año
1968, Ángeles ganó el premio de voces verdianas de Bussetto, localidad natal del
compositor. Su carrera fue una carrera de éxitos
incluyendo en su repertorio los papeles protagonistas
de Oberto, Nabucco, Juana de Arco, Atila,
Alzira, El corsario, Luisa Miller, Stiffelio, Aroldo, I Vespri Siciliani, Simon
Bocanegra, Un Ballo in Maschera, La Fuerza del Destino,
y Aida, así como otros papeles en La Donna del
Lago, Beatrice di Tenda y Norma, de Bellini, Los Hugonotes
de Meyerbeer, La Gioconda de Ponchielli, Francesca da Rimini de Rachmáninov, La Vida Breve, de Falla, Andrea Chénier, de Giordano,
y Turandot, de Puccini.
La verdad, no está nada mal.
Estuvo cantando
hasta el año 1987 en el que una grave dolencia la apartó de los escenarios. Nos
dejó en Madrid en el 2002 con sesenta y tres años. Su hija Ángeles Blancas Gulín es hija del
chico madrileño con el casó en Uruguay. Pero de Blancas, trataremos en otra
ocasión.
ANTONIO BLANCAS
Antonio Blancas nació en Madrid
el mismo año, 1939, que la que sería su
mujer, Ángeles Gulín. Con ella se casó, tal y como hemos dicho en una entrada
anterior en la que tratamos de su santa esposa, en Uruguay. Una vez casados,
iniciaron una carrera de éxitos que, para Antonio, comenzó en Munich en donde ganó,
en 1965, el premio de canto que lleva el nombre de la ciudad bávara. A partir
de ahí, el barítono madrileño no paró en su carrera: primero en Düsselfdorf; luego
en otros muchos lugares del mundo con tenores como Carreras o Domingo. Blancas
tan sólo (que yo sepa) ha dejado grabada zarzuela, pero su voz operística
conquistó a los buenos aficionados. Antonio y Ángeles son los padres de Ángeles
Blancas Gulín, una soprano que anda ahora en plena carrera. Según me cuenta el
maestro Luis Celada, compañero de Blancas en la escuela de Canto matritense,
Blancas sigue vivo. ¡Y que sea por muchos años, don Antonio!
domingo, 3 de febrero de 2019
NIELSEN Y LAS FEROE
Resulta
que a Karl Nielsen, que era rubio y noruego, le encargaron que escribiera una
música dedicada a una comisión que llegaba a Copenhage desde las Islas Feroe. A mí, desde pequeño,
cuando me hablaban de las Islas Feroe me recordaba al bacalao que veía en los
puestos de ultramarinos del mercado de Alonso Cano y que, según los carteles,
venía de tan remotos lugares. Pero me voy del tema. Resulta que el bueno de
Nielsen, al que no le gustaba en exceso viajar, no había ido nunca a las Feroe;
pero no se echó para atrás: don Carl decidió titular a su obra “un viaje
imaginario a las Islas Feroe” y en esa obra se puso a describir los paisajes
que no había visto nunca. Lejos de parecerme una farsa o un engaño, me parece
sensacional. A veces se describe mejor lo que no se conoce que lo que vemos
todos los días. Como decían los de mayo del 68, que ya son más que abueletes,
la imaginación al poder.
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