He terminado,
con harta pena, la relectura de José y
sus hermanos, la obra monumental de Thomas Mann. Estaba tan metido en ese
mundo bíblico que tan bien recrea Mann que ya me creía en las tierras de Canaán
o en las tierras de Faraón. Cuando era pequeño y los sábados ponían Primera sesión, había películas que me
gustaban tanto que, cuando salía a la calle, me creía John Wayne o Charlton
Heston. Las calles de aquella ciudad de mi infancia devenían el desierto de
Arizona o el monte Sinaí. Con Mann es igual: me siento con mis hijos como un
Jacob y siento con él el dolor de haber perdido a su Dumuzi, a su José. Y exulto de gozo cuando ya en su vejez lo
recupera en la tierra de perdición que era Egipto para el patriarca. Hay
novelas que se meten en tu vida para hacerte más feliz, para hacerte mejor
persona. Eso ocurre cuando la literatura es de altísima calidad. Hace tan sólo
unos días y ya estoy echando de menos a José y a sus hermanos; es más, echo de
menos, tal y como ya dije en otra entrada de blog, el que Mann no se pusiera a
narrar otros episodios bíblicos con ese estilo maravilloso con el que aborda
una tarea ardua pues tienen que ir “rellenando” con su prosa genial la casi
esquemática narración del Génesis. ¡Gracias don Thomas por haberme hecho pasar
tan buenos meses con esta maravillosa relectura!
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