La voz
de Rancapino Chico, que se llama Alonso como mi hijo, tiene la virtud de romper esa frontera mágica
entre la música y lo desconocido. Hay momentos, contaba Montserrat Caballé, en
los que la música nos lleva a una dimensión diferente, distinta. No es habitual
esta ruptura de la barrera del gozo, pero se da cuando el músico alcanza ese
lugar situado fuera del tiempo. Así ocurre con este cantaor gitano, hijo de
Rancapino, que con su cante, de gran poder catártico, nos libra de nuestros miedos.
Decía Joaquín Sabina de Pasión Vega que “cantaba como si llevara un viejo
dentro”; algo muy arecido podemos decir de Rancapino Chico: que en su cante se
perciben los aromas del mejor cante, del cante que late en las más oscuras
bodegas del pueblo, de esas bodegas en las que se iban envejeciendo los amores,
los sufrimientos, los dolores y también las alegrías y de las que salía un vino
amargo pero algo embocado por la esperanza. Rancapino Chico es un sacerdote de
un rito antiguo y en su voz hay un temblor de látigos y rebeldía, de
injusticias silenciadas y de amores a escondidas. En estos tiempos de flamenquito barato en los que cualquiera
canta flamenco, la voz de Rancapino Chico nos ofrece un oro de veinticuatro
quilates que son los quilates de la verdad del flamenco-. Que no se contamine
nunca con fusiones que confunden y que siga fiel, por los siglos de los siglos,
a sus antepasados. Amén.
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