Érase
una vez dos chavalillos gitanos, dos amigos que se subían en los tranvías y que
se llegaban hasta la Venta Vargas en donde los clientes les echaban unas
monedillas como al pobre Piyayo del poema. Ya hemos dicho que son gitanos y que
por sus venas corre lo mejor del cante. José y Alonso han escuchado a La Perla
de Cádiz, al Beni o a Aurelio Sellés, aquel hijo de levantinos que emigraron a la
ciudad de los miradores. Los dos niños empiezan a cantar por Andalucía, pero
José despega muy pronto con gentes de la talla de Valderrama o Miguel de los
Retes que lo llevan como cantaor en sus compañías. A los dieciocho años, José
ya está de cantante fijo en el tablao madrileño de Torres Bermejas. ¿Y Alonso?
Pues no tiene el éxito de José (a estas alturas ya sabéis todos que José es
Camarón de la Isla), pero en 1977 gana el premio de Enrique el Mellizo en el
Concurso Nacional de Arte Flamenco de Córdoba.
Antes, en 1972, graba con Paco Cepero uno de los mejores discos que ha
parido el cante flamenco y que lleva por nombre el apodo del gran Alonso:
Rancapino. Hace muchos años oí hablar de este cantaor gaditano y lo desprecié
pensando que era un epígono de Camarón: craso error porque tiene, en ese disco,
una de las voces de más hermosas del flamenco y es tal su hondura que parece
que estás mirando en un aljibe de esos a los que la luna visita por la noche.
Si os gusta el flamenco, no dejéis de oír este disco. Alonso es padre del otro
Alonso, Rancapino Chico, del que hemos hablado en la entrada anterior. Mejor no
se puede cantar, Rancapino.
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