Llegar
a La Fuenfría en octubre, pasada la soledad y pasados los ardores del verano, era una fiesta para los sentidos. El haya que
asombraba la piscina ya estaba vestida de otoño y aquel viejo manzano que nos
veía pasar desde el camino, muy cerca de ese arroyo que bajaba desde el puerto, también se engalanaba con sus hojas doradas.
Era el aire un cristal y en las cumbres
ya se vislumbraba la nieve que, aún
escasa, nos llenaba de esperanza y que,
a la tarde, con su lento crepúsculo, el
sol repujaba con manchas de oro. Era un paraíso La Fuenfría y siempre, por esos
otoños, llevaba yo un librito de don Enrique de Mesa y Rosales, poco conocido
poeta modernista, uno de cuyos poemas comenzaba con estos versos que, herido de
belleza y poesía, leía a los pinos y a las cumbres:
Llegó
la nieve temprana
con
un otoño de frío.
Hoy
alumbró la mañana,
la
cresta del monte cana,
más
ronca la voz del río.
Y el humo de las lumbres embalsamaba el
aire y aquel muchacho antiguo que yo era se creía un dios en aquel valle al que
la muerte perdonaba en su vuelo sin intermitencias. Ya no sé qué ha sido de
aquel albergue de la RSEA “Peñalara” y tampoco me interesa porque sigue
viviendo en mi recuerdo y cada otoño recito estos versos a las encinas
boecillanas mientras quizás, en aquel rincón de mi Arcadia juvenil, un haya se
viste de otoño para esperar las nieves primeras en las más altas cumbres. Que
los de Telecinco me perdonen por tanta poesía. Amén.
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