jueves, 31 de marzo de 2022

PUTIN NO ES RUSIA (AFORTUNADAMENTE)

 


Efectivamente, tal y como reza el título de esta entrada, Putin, afortunadamente, no es Rusia. Por si alguien tiene dudas sobre mí, comienzo por decir que adoro la cultura rusa, que los escritores rusos son, junto con los de centro Europa y los norteamericanos, mi lectura favorita;  que siento una especial veneración por los músicos rusos y, para no aburrir, que siento arrastrado y embriagado cada vez que escucho la música folklórica rusa. Es más, mi sueño, desde muy pequeño, ha sido conocer Rusia, pasear por San Petersburgo, por Moscú o por alguna ciudad por la que pasó mi gran héroe de la infancia, Miguel Strogoff, aquel correo del zar del que nos cuenta Julio Verne en su maravillosa novela. Sin embargo, frente a esta Rusia que amo está “la otra Rusia” que ya empezó con Iván el Terrible, gran usuario de venenos; que siguió con las tropas del zar disparando contra la multitud en 1905; que pasa por Lenin y Stalin, el gran asesino al que los intelectuales de izquierda consentían y cubrían y que llega hasta Vladimir Putin. Porque Putin recoge en su persona lo peor de Rusia que, en su caso, se encarna en la Rusia soviética cuyo número de muertos en gulags deja pequeño al gran asesino que fue Hitler. Putin añora no la Rusia de la cultura inmensa, sino la del poderío criminal soviético, las cargas asesinas de los zares y los venenos de los que también hace uso y abuso.  Ayer el papa Francisco ponía a los pies de la Virgen a Rusia. En las apariciones de Fátima se hablaba de la Rusia soviética y podemos caer en la tentación de pensar que nada tiene que ver don Vladimir con la Rusia de los soviets. Craso error porque Putin es heredero directo de esa Rusia repulsiva. Yo no sé si hay alguien que defienda a este criminal, pero me gustaría decirle que no está defendiendo a Rusia, sino a un vulgar matón que sigue usando los mismos métodos que, de niño, usaba en los barrios más pobres de San Petersburgo: pegar primero, pegar fuerte y no tener piedad. Amparado por los mafiosos que bebieron en el corrupto régimen de los “camaradas” botellas de Dom Pérignon y  que se extendían el caviar de beluga en un pan de sangre mientras el pueblo vivía en la miseria porque eso hizo la “maravilla soviética”,  igualar a todos en la pobreza menos a sus dirigentes que vivían como los antiguos zares, este zar de suburbio se dedica a lo que sus “hermanos y camaradas”: asesinar. Algo huele a podrido en el reino de Rusia y es algo más que la carne podrida del Potemkim. Es el pestazo de ese personaje sombrío, lleno de traumas y complejos que, como un don Juan barato, necesita ver quién la tiene más larga. No me extrañaría que Vladimir Putin se siguiera extendiendo el caviar en un pan de sangre mientras las bombas caen en las ciudades mártires de Ucrania.  Putin es un ruso execrable al que tan sólo pueden defender gentes tan asesinas como él. Que no me hablen de la geopolítica ni de que la OTAN le tocó las gónadas al gran oso de Moscú. Es cierto, no se debería haber rodeado a Rusia con jueguecitos de los americanos a los que les gusta jugar a la guerra siempre lejos de su país; es cierto que no se han respetado acuerdos que se tomaron con Gorbachov y con Yeltsin, pero eso no justifica ninguna masacre. El pueblo de Ucrania tiene derecho a elegir un estado democrático, a vivir en democracia, esa palabra que Putin no conoce porque,  en su vocabulario de agente de la KGB,  no existía. Muy parecidos a nosotros, los pobres rusos no han conocido más que unos pocos años de libertad. Ahora, este niño traumatizado en su infancia, este Narciso al que le gusta exhibir su poder como si estuviera en los oscuros barrios en los que se crio, tampoco les deja vivir en paz. Malditas las guerras y los canallas que las sostienen. Y lo escribe un enamorado de Rusia, pero de la otra Rusia.

PÁBILO Y PÁBULO

 


Pese a tantas reformas educativas que se van superando en el intento de crear analfabetos funcionales y que podrían acabar con la paciencia del mismísimo santo Job,  sigo en mi intento de buscar la etimología de las palabras. Para hoy, he escogido dos: pábulo y pábilo, tan parecidas, - sólo una letra las distingue-, que las podemos confundir .Vamos pues por partes.

 La palabra pábulo proviene del latín pabulum en donde la –u > o y en donde se ha conservado la u breve que lleva en la penúltima silaba pese a ser postónica. Se ve por eso que la palabra es un semicultismo pues debería haber dado en castellano “pablo” o “pallo”. En la raíz latina se ve  la raíz indoeuropea *pa-  (alimentar) que produce palabras como panis,  pastor, pascere (pacer) o pastus. De pan, tenemos compañero (cum – panis) que es el que comparte su pan con nosotros.

         Para pábilo la etimología es distinta pues proviene de papilus, con i larga en la que  recae el acento: pápilus en la pronunciación en latín. Sin embargo, el hablante latino – y más teniendo en cuenta que es una palabra más usada en latín vulgar que en latín culto-, acabó confundiendo la cantidad de esa “i” y la pronunciaban como breve con lo que el acento se retrajo a la sílaba antepenúltima y se pronunció como esdrújula: pábilo. La p intervocálica –p- sonorizó en su correspondiente sonora – b – y así tenemos pábilo o pabilo, dependiendo de las cantidades de esas íes.  Tampoco encontramos aquí la pérdida de la postónica por lo que suponemos que esta palabra también es un semicultismo.

         La primera tan sólo nos queda en la expresión “dar pábulo” que viene a ser, mutatis mutandis, echar leña al fuego y de pábilo, que es la mecha que está en el centro de la vela y también un hilo grueso de algodón que se usa para coser alpargatas, hamacas o cubrecamas según la RAE, nos viene “despabilar” que es quitar el pábilo quemado con unas tijeras especiales que se llaman despabiladeras. Podemos decir, refiriéndonos a la acción de recortar el pábilo, despabilar o espabilar y a las tijeras las podemos llamar despabiladeras o espabiladeras, pero, sin embargo, si queremos usar espabilar en el sentido de despertar o animar a alguien sólo podemos usar espabilar y nunca despabilar. Así pues diremos: “Espabílate que son más de las siete, pero no “despabílate””; o “espabila que te quedas el último”, pero nunca “despabila”.

         Precioso el asunto que hemos tratado y que me hace gritar con entusiasmo:

¡Qué bonita es nuestra lengua!

miércoles, 30 de marzo de 2022

EL MAL Y LA GUERRA

 


Como todo el  mundo sabe, Rusia ha invadido Ucrania, una guerra más de las miles de guerras que han existido, existen y existirán (por desgracia) en la historia del hombre. Bien es sabido que los antropólogos nos dicen que la guerra ha estado siempre unida a la civilización humana y que, en especial, surgió con la aparición del estado. También los que conocemos algo de mitología sabemos que en las mitologías indoeuropeas, en especial en las teogonías, aparecen numerosas guerras (maquia en griego) como la gigantomaquia, la titanomaquia o la tifonomaquia. Por otra parte, tenemos la guerra de Troya, la guerra de los persas contra los griegos, las de Atenas y Esparta y un larguísimo etcétera que no podríamos abarcar pues es un mar sin orillas. La guerra forma parte de los que los teólogos llaman el mysterium iniquitatis, es decir, el misterio del mal que incluye también al pecado y que tiene como origen el libre albedrio (ahí surge San Agustín con su obra De libero arbitrio) que no es otra cosa que la libertad del hombre para tomar decisiones. Erasmo escribió, ya en época de la Reforma su conocido De libero arbitrio diatribe sive collatio al que respondió Lutero con su De servo arbitrio. Erasmo contestó a Lutero con su obra Hyperaspistes. Y no sigo por ese camino.

         Lo importante es que, naciendo la guerra como el pecado de la libertada humana, tenemos que asimilar que siempre va a estar con nosotros porque forma parte de nuestro ser , de nuestra alma que muestra la marca del pecado original. ¿Significa esto que no tenemos que luchar contra la guerra? ¿Significa que tenemos que apoyar la invasión de Ucrania? ¿Significa esto que tenemos que aplaudir a Putin? Pues no. Nadie en su sano juicio o que no tenga una mente criminal puede apoyar la guerra como nadie puede dar pábulo al pecado, sino que tenemos que luchar contra el pecado y la guerra aun sabiendo que ahí van a estar con nosotros hasta el final de los tiempos, hasta ese pleroma del que hablaba Teillard de Chardin que lo tomó, claro está, de San Pablo.

         La tentación del poder, del mal, de causar dolor a nuestros semejantes va a estar siempre con la humanidad que está obligada, por ley moral, a combatir el mal, el dolor y el pecado. En Getsemaní, Cristo sudó sangre porque “vio” los pecados pasados y futuros de la humanidad y en la Cruz nos redimió de esos pecados pasados y futuros. No podemos ni siquiera imaginar el dolor de Cristo en la Cruz cuando, entregado como víctima y como sacerdote, nos redimía de los campos de exterminio nazis, de la invasión de Ucrania o de las matanzas de Stalin. ES inimaginable para nuestra pobre mente humana, pero aquella (que es esta porque la Redención se produce cada día y nosotros la completamos, tal y como dice San Pablo, con nuestros sufrimientos) Cruz nos limpió de los pecados.

         Nos toca, pues, luchar contra la guerra con todas nuestras fuerzas como nos toca la lucha diaria contra el mal, contra el pecado, con la tentación, pero tenemos que asumir que el mal, lejos de ser un principio pasivo como se oye actualmente, es decir, una ausencia de bien, es un principio activo. El mal actúa y no para. Que se lo digan a los millones de judíos a los que masacró Hitler, a los millones de rusos – al menos tres o cuatro millones eran ucranianos-,  a los que masacró Stalin con hambrunas y purgas, a los millones de muertes que han generado todas las guerras que han existido desde los umbrales de la ¿civilización? humana.

         Y ¿todavía hay algunos que se preguntan que qué sentido tiene el misterio de la Cruz?

 

domingo, 20 de marzo de 2022

EL GENERAL DON DIEGO DE LEÓN

 


Cuando yo era un rapaz, subía de la mano de mi abuela Patro a dos mercados: el de Alonso Cano situado en donde, antes de construir el mercado allá por los años cuarenta del pasado siglo, ponían los chamberileros la kermés y al de Diego de León. De Alonso Cano, gran pintor, escultor y arquitecto granadino del Barroco ya os contaré en otra ocasión y hoy me centro en Diego de León que era un mercado más pequeño, más de “señoritos”, algo más caro que el otro que era más popular, con la tortilla maragata del bar, con su vaciador, con las pescaderías de Emilio y de Elías y con un puesto de variantes al que aquel rapaz que yo era llamaba la “tentación”, desconocedor de otras tentaciones más fuertes y pertinaces con las que había que bregar en la vida.

         No supe sabía por aquel entonces quién era ese tal Diego de León aunque lo suponía algún prócer de los que siempre han dado nombre a las calles que nunca tienen nombres de padres de familia que luchan en esa bendita guerra de llegar a fin de mes. Por eso, quiero deciros dos palabras sobre don Diego de León.

         Diego de León y Navarrete nació en Córdoba, un 30 de marzo de 1807. Fue militar y llegó al empleo de teniente general y al cargo de Virrey de navarra. Militar de valor, participó en la Primera Guerra Carlista y destacó en Los Arcos en donde su acción fue tan heroica que el general Áldama solicitó que le fuera concedida en combate la Cruz Laureada de San Fernando. Participó en los campos de Grá, en Cataluña, y esa acción le valió la gran cruz de la Orden de Isabel la Católica.  Luchó en el Maestrazgo y tomó Mendigorría y Belascoáin lo que le sirvió para ser nombrado conde de Belascoáin.

En fin, una brillante hoja de servidos que tuvo mal final por su implicación política, algo normal en los militares del siglo XIX que, al decir del gran Valle –Inclán, fue un albur de espadas. Miembro del Partido Moderado, a la caída de la regente María Cristina, tuvo que abandonar España.

         En 1841, se unió al alzamiento de O’Donell contra don Baldomero Espartero, regente del reino,  del que tuvo que acatar, años antes, la inusitada – hasta el momento-, orden de quemar los trigales que servían de granero al ejército carlista. León tuvo que obedecer, pero dejó claro en su informe que “ a los campesinos ya nos les iban quedando más que ojos para llorar”.  Diego de León, con tan sólo treinta y cuatro años, intentó el asalto al Palacio Real (Galdós -¡cómo no!-,  lo cuenta en sus Episodios), fracasó y huyó hacia Colmenar Viejo en donde fue apresado por el comandante Laviña. Condenado a muerte por Espartero, lo llevaron al Campo de los Pontones, a las afueras de Madrid. Con gran serenidad, sin temblarle el pulso, pidió al oficial que mandaba el piquete que le dejara a él dar las órdenes reglamentarias. Se leyó la sentencia sumarísima que lo condenaba a muerte y, antes de dar él mismo la orden de fuego, les dijo a los soldados: “No tembléis, al corazón”.  Era el 15 de octubre de 1841 y, como diría un Tucídides, así mueren los héroes.

PEPÍN FOLLIOT O SER MADRILEÑO ANTES DE LA AYUSO

 


Nació José González Folliot en Madrid allá por 1903 y nació en el Banco de España, en donde su padre, un berciano de Corullón que falaba galego, trabajaba de portero mayor. De la mano del padre, salían los muchos hermanos y el padre los iba colocando de botones en los bancos de Madrid. Pepín, como todos le conocíamos, se quedó en el City Bank que estaba en el Madrid republicano, que se marcharía en la época de Franco y que volvería después. Empezó a salir a la montaña y conoció a los grandes pioneros de la montaña de los que Pepe, con todo derecho, forma parte. En otra entrada, he contado cómo formó cordada con Tresaco y Teógenes Díaz en el Couloir de Gaube. No puedo entrar en el historial montañero de Pepín porque para eso escribió él un libro en que daba fe de sus muchas y celebradas escaladas, pero sí puedo contar algunas de las anécdotas que Pepe, que me tenía un afecto especial, me contó. Vamos con ellas.

         La primera es “su Guerra Civil” en el bando republicano. Le tocó acabar la Guerra en un campo nacional y Pepín recordaba cómo había un capitán republicano que quería escribir una obra de teatro sobre la Guerra. El capitán no tenía casi estudios (recordemos al personaje memorable de José Sacristán en la Vaquilla de Berlanga) y buscó a algún soldado que le ayudara. Encontró a un soldado alto, delgado y que trabajaba en un banco y le puso a escribir la obra con él. El capitán le iba dictando y Pepín iba escribiendo, pero cada dos  por tres, tenía que para y decirle, “mi capitán no corra usted tanto que no le alcanzo”. Sin embargo, el “dramaturgo” seguía a lo suyo y se emocionaba al recordar cómo los fascistas habían sido vencidos por sus soldados mientras el pobre Folliot sudaba tinta para seguirlo. Había que oír a Pepe recordando al capitán que decía: “Y llegaron los fascistas…”

         Luego, después de la Guerra, Pepín entró en el Banco de Santander y comenzó su devoción por don Emilio Botín (padre) y por Botín hijo. Para él, eran dos santos intocables. Recordaba cómo antes de la Guerra, en el ya mentado City Bank, les enseñaron a que el jersey no se cogía nunca con los pantalones, costumbre muy de la época y fue en el  City Bank en donde aprendió inglés, lengua en el que le gustaba leer algunos libros. Por cierto, que no os he contado que la madre de Pepín era francesa, de Burdeos, ni tampoco que José hablaba, más o menos a su manera, la lengua de Molière.

         Viajó mucho. Anduvo por el Cáucaso, por los montes Tatra en Polonia, por los Alpes, pero nunca cruzó el charco. En sus últimos años,  no faltaba todos los sábados  a la Pedriza para, en compañía y magisterio paellero de José Cruz Pérez Pardo, tomarse una paella y un café con leche que preparaba con la leche condensada en tubo La Lechera que guardaba en el la taquilla del refugio Giner de los Ríos. Por cierto, que en este refugio, rebautizado después de la Guerra como José del Prado, tiene lugar la tercera anécdota de Pepín.

         Estaban un día las viejas glorias del montañismo español en el refugio y llegaron unos “extraños”. Estaba con ellos un muchacho al que llamaban cariñosamente “Polito” y salió el jovenzuelo a ver qué querían. Al poco, entró “demudada la color” y les dijo:

-         “¡Oídme, esos dos que están ahí fuera dicen que,  si no salimos nos meten un bombazo!

-         ¡Cállate, Polito, y no digas tonterías!

-         ¡Os lo juro! Me han dicho que, si no salimos, nos meten un bombazo y nos vuelan el refugio!

-         ¡Que te calles ya, Polito, que te vamos a sacudir si sigues diciendo tonterías!

El pobre Polito lloraba como un alma en pena y ya salió Pepín.

-         ¿Quieren hacer ustedes el favor de no asustar al niño?

-         Es que lo que le hemos dicho es verdad: si no salen, les volamos el refugio.

-         Pero ¿qué dicen, “desgraciaos”? ¡De qué nos van a volar el refugio! Somos gente de orden que estamos aquí porque somos montañeros y hemos venido a escalar. Hagan el favor de marcharse y dejarnos en paz”.

 

Al ver que Pepín tardaba, salieron otros del refugio que también hablaron con los “extraños” que resultaron ser militares de servicio en la Pedriza buscando “rojos” o “maquis”. Sabedores de esta circunstancia (que como es obvio, desconocía el inefable Pepín) los amigos le dijeron a Pepín que se metiera en el refugio y que no saliera. Luego se lo explicaron todo y también le explicaron que los militares se interesaron “por ese tipo tan chulo que había salido antes”. Afortunadamente los dejaron en paz, pero eran tiempos de pocas bromas y al inefable Pepín le pudo haber costado un disgusto.

         Y así podíamos seguir. Os dejo para otro día contaros qué versos llevaba siempre Pepe en su cartera y cómo, cuando los leía, lloraba. Era sin duda, un ser distinto, un ser de gran sensibilidad, un raro que, en aquella España de machos de pelo en pecho, contrastaba y que sufrió mucho por ese ser distinto. Tenía, ya en su vejez, un gran parecido con Luis Escobar porque , como Escobar, era un caballero educado y cortés. Lo otro también lo era, pero eso ni le añade ni le mengua a su bondad, cultura y saber estar.

         Se fue allá por 1990 mientras dormía y ahora andará por el Naranjo de Bulnes (Urriellu para los amigos) al que ascendió también en los años treinta y del que descendió usando las clavijas de Schulze. Un grande al que tuve la fortuna de conocer y tratar.

         En la foto, está con abuela Patro, otra madrileña y de Chamberí, preparando castañas en La Fuenfría. Formaban una pareja de réplicas y contra replicas que parecían sacados de un sainete de Arniches. Y es que ya había madrileños antes de Isabel Díaz Ayuso. Que se sepa.

CÉSAR PÉREZ DE TUDELA, EL BARÓN DE LAS PALABRAS BIEN ESCRITAS

 


Dejadme que hoy os hable de César Pérez de Tudela, ese gran montañero que las generaciones actuales no conocen. Conocí a César hace muchos años cuando decir su nombre era decir montañismo. Había salido en la televisión, en aquella única televisión en blanco y negro que se veía en  todas las casas de España, y su fama fue muy grande. Sin embargo, es de justicia decir que, antes de salir por la “teklle”,  en el mundo de la montaña, ya tenía en su mochila muchas escaladas y muchas primeras vías en España y fuera de España. Su nombre me sonaba como nos sonaba a todos los españolitos que nacimos en los años sesenta. Os sigo contando. Aproximadamente con trece años, me cogí la guía de teléfonos de Madrid y busqué su nombre: me encontré una dirección en la calle de Alcántara y lo llamé. César me dejó su libro Mis líos en la portería de esa casa y fui a buscarlo con mis padres. Entré con tanta veneración en aquel portal como don Gaiferos de Mormaltán en Santiago de Compostela y volvía al coche de mi padre con un sobre marrón en donde estaba su libro dedicado.  Ese libro lo leí y lo releí aprendiéndome casi de memoria sus expediciones y sus líos con la Federación Española de Montañismo que regentaba por entonces José Antonio Odriozola, ese gran cántabro al que le debemos, entre otras cosas, el teleférico de Fuente De. Unos años después, en mi primer viaje a Picos de Europa, paró mi padre en la Venta Pepín que se anunciaba con aquel rótulo de “¡Atención! ¡Buen vino y buen jamón!” y en el expositor de postales había una de Pérez de Tudela que nos daba la bienvenida a los Picos. Por supuesto que la compré al instante. Vinieron otros libros y otras aventuras y Pérez de Tudela era mi “héroe”, aquel montañero al que quería imitar cuando, mochila al hombro, subía hasta el Risco de la Bota, me llegaba hasta El Pájaro o ascendía por la cara sur de El Yelmo. Más tarde supe que había otros de gran valía como Carlos Soria, Jaime García Orts, Paco Caro, el “Mogoteras”, Repiso, Oronoz, Félix Méndez y tantos otros de los que no puedo tratar en esta humilde entrada y a los que pido perdón por no nombrar, pero César era “el César”. Además había tenido trato con mi tío abuelo Antonio de Soto Bández con el que había compartido aventuras pedriceras y, sobre todo, el autobús de Silvino Ronda Ortega, aquel madrileño de ley que se había hecho en la década de los treinta la travesía completa del macizo central de “mis “ Picos de Europa.

         Y llegamos a otra época. Eran los años de la Facultad en la Complutense y, muchos días, cuando me bajaba del autobús, bien del 62 o del G, lo encontraba en aquel Land Rover descapotable que tenía y casi siempre en compañía del que fue su gran amigo y compañero, un hombre serio que se llamó Miguel Ángel Herrero. Un servidor por aquellos años ya había conocido a José González Folliot, el gran Pepín Folliot, el hombre que, con Teógenes Díaz Gabín y Ángel Tresaco Ayerra, un 17 de julio de 1935,  se había hecho el Couloir de Gaube, una escalada en hielo que causaba (y causa) respeto por los  años treinta del pasado siglo y que ellos realizaron por lo que se conoció como la “variante de los españoles” cuando una rimaya les impidió alcanzar le Pique Longue y abrieron una variante por los Jumaux inaugurando una nueva vía  que era una salida por la pared del muy afamado Pitón Carré. ¡Ahí es nada, mes amis!  

Una tarde de domingo, en el albergue de la Fuenfría, aparecieron César y Miguel Ángel y nos sacamos todos una foto en la chimenea; otra tarde, en la Pedriza, tomamos unas cañas en el bar “Charca Verde”. Siempre nos acompañaba el inefable Pepín Folliot, un madrileño de la plaza de Santa Ana sandunguero y cañí, cuyo padre, un berciano que era portero mayor del Banco de España, le había colocado cuando era un niño en el City Bank y que había llegado a ser un jefe del banco de Santander a cuyo presidente, don Emilio Botín, idolatraba. Lo de Pepín da para mucho y ya os lo contaré.

         Pasaron más años y, un domingo, justo el día en que me entregaban la medalla de 25 años de “peñalaro”, mi abuela Patro y yo lo encontramos en el Albergue del Puerto de Navacerrada a donde había acudido para la entrega de trofeos. Mi abuela le dijo que su hermano, Antonio de Soto, había fallecido hacía tan sólo un mes y César le dijo unas palabras que no se me han olvidado: “Con la muerte, tenemos siempre la batalla perdida”.

         Confieso que ha sido leyendo su entrada en Facebook en la que habla de su ancianidad como se me ha ocurrido escribirle estas humildes líneas que distan mucho de las hermosas palabras de las que siempre hizo gala el Barón de Cotopaxi porque, además de un gran alpinista y aventurero, don César es un grandísimo escritor. He nombrado a otros grandes montañeros de gran valía, pero ninguno relató sus aventuras montañeras con el arte y la buena pluma de Pérez de Tudela. Los libros de don  César son una gozada de estilo de escritura porque en los colegios de los años cincuenta se enseñaba a escribir y los chavales no salían, - LOGSES, LOMDES y LOECES por medio-, analfabetos funcionales y porque “el Pajarito”- como lo conocía Pepín Folliot de manera amistosa-, tenía y tiene mucho arte literario en su pluma.

         Querido don César, usted nuca será viejo porque, como al Caronte de Virgilio se le puede aplicar este hermoso verso:

         Iam senex, sed cruda viridisque deo senectus

         que en Román Paladino viene a decir:

         Ya anciano, pero lozana y fresca es la juventud para un dios.

         Que así sea por muchos años. Amén.

lunes, 14 de marzo de 2022

EL MAL LATÍN DE PROKOFIEV Y DE LUGOVSKOY

 


Resulta que escuchando la música de Prokofiev con letra de Vladimir Lugovskoy para la película de Serguéi Eisenstein sobre Alexander Nevsky, encuentro un texto en latín que no tiene ningún sentido:

Peregrinus expectavi

pedes meos in cimbalis. (sic)

 

En el texto que manejo (Kareol), hay, de entrada, una coma que sobra pues peregrinus es el predicativo de expectavi y un error en la escritura de la palabra final que en latín es cymbalus (ablativo: cymbalis) ;  por tanto, escriben una “i latina” donde debería ir una “y griega”. Visto esto, vamos con la traducción:

Como peregrino esperé

mis pies en los címbalos.

 

            Más absurdo si cabe es el siguiente texto que aparece unas líneas más abajo, justo en la archifamosa escena de la batalla sobre el hielo contra los caballeros teutones:

Peregrinus expectavi pedes meos

in cimbalis est!

Vincat, arma crucífera! Hostis pereat!

 

            Aquí los de la página de textos de ópera han suprimido la coma, pero aparece un est cuyo sujeto no lo conoce ni el mismísimo Vladimir Putin que se debe poner esta cantata todos los días para darse ánimos y masacrar  Ucrania. Tampoco tiene sentido esa coma que separa el verbo (vincat) del sujeto (arma crucifera). La traducción dice literalmente así:

Peregrino esperé mis pies

está en los címbalos!

¡Venza el arma de la cruz! ¡Muera el enemigo!

 

            Aquí caben dos soluciones:

a)      Que a Lugovsky y a Porkofiev les suspendieran el latín en el bachillerato.

b)      Que haya una solución razonable  como la que encuentro en un blog en inglés que se titula sacrificium laudis blog spot.com. En este blog  dice  Morag G. Kerr, soprano del Coro sinfónico de la BBC,  que tiene la clave del enigma pues, según la culta soprano británica, Prokofiev quiso burlarse de su amigo  y, sin embargo, rival Stravinsky que, como es sabido, compuso una Sinfonía de los Psalmos. Parece ser que lo que hicieron el libretista y el músico fue una mezcolanza de diferentes salmos de la Vulgata y que les quedó ese texto sin sentido.

Los Psalmos que usaron el libretista y el músico fueron:

El Psalmo 38 en cuyo versículo 13 dice:

Hospes enim sum apud te,

peregrinus sicut omnes patres mei.


 

El Psalmo 39:

Speravi, speravi in Domino (…)

et statuit suiper petram pedes meos.

 

El Psalmo 150 en el que se habla de los cymbali.

 

En resumidas cuentas, que Prokofiev y Lugovskoy formaron un batiburrillo de muchos quilates. Pero, siguiendo a la soprano, estos salmos, tal y como ya hemos dicho unas líneas mñas arriba,  son los mismos que Stranvinsky usó en su Sinfonía de los Psalmos. La verdad, esta tesis me parece un poco forzada, pero no me apetece llevar la contraria a la soprano que, en un alarde de imaginación, dice que los cymbali aparecen porque estos platillos imitarían el sonido de los pies al andar sobre el lago helado. Ya no tengo edad para ponerme a caminar por un lago helado, pero,  en mis años de mancebo, sí que anduve por hielos y nieves y os puedo asegurar que jamás escuché el sonido de ningunos platillos.

            Aquí lo dejamos. El asunto es curioso y os lo regalo para que paséis un buen rato.