Cuando
yo era un rapaz, subía de la mano de mi abuela Patro a dos mercados: el de
Alonso Cano situado en donde, antes de construir el mercado allá por los años
cuarenta del pasado siglo, ponían los chamberileros la kermés y al de Diego de
León. De Alonso Cano, gran pintor, escultor y arquitecto granadino del Barroco
ya os contaré en otra ocasión y hoy me centro en Diego de León que era un
mercado más pequeño, más de “señoritos”, algo más caro que el otro que era más
popular, con la tortilla maragata del bar, con su vaciador, con las pescaderías
de Emilio y de Elías y con un puesto de variantes al que aquel rapaz que yo era
llamaba la “tentación”, desconocedor de otras tentaciones más fuertes y
pertinaces con las que había que bregar en la vida.
No supe sabía por aquel entonces quién
era ese tal Diego de León aunque lo suponía algún prócer de los que siempre han
dado nombre a las calles que nunca tienen nombres de padres de familia que
luchan en esa bendita guerra de llegar a fin de mes. Por eso, quiero deciros dos
palabras sobre don Diego de León.
Diego de León y Navarrete nació en
Córdoba, un 30 de marzo de 1807. Fue militar y llegó al empleo de teniente
general y al cargo de Virrey de navarra. Militar de valor, participó en la
Primera Guerra Carlista y destacó en Los Arcos en donde su acción fue tan
heroica que el general Áldama solicitó que le fuera concedida en combate la
Cruz Laureada de San Fernando. Participó en los campos de Grá, en Cataluña, y
esa acción le valió la gran cruz de la Orden de Isabel la Católica. Luchó en el Maestrazgo y tomó Mendigorría y
Belascoáin lo que le sirvió para ser nombrado conde de Belascoáin.
En fin, una brillante
hoja de servidos que tuvo mal final por su implicación política, algo normal en
los militares del siglo XIX que, al decir del gran Valle –Inclán, fue un albur
de espadas. Miembro del Partido Moderado, a la caída de la regente María
Cristina, tuvo que abandonar España.
En 1841, se unió al alzamiento de O’Donell
contra don Baldomero Espartero, regente del reino, del que tuvo que acatar, años antes, la
inusitada – hasta el momento-, orden de quemar los trigales que servían de
granero al ejército carlista. León tuvo que obedecer, pero dejó claro en su
informe que “ a los campesinos ya nos les iban quedando más que ojos para
llorar”. Diego de León, con tan sólo
treinta y cuatro años, intentó el asalto al Palacio Real (Galdós -¡cómo no!-, lo cuenta en sus Episodios), fracasó y huyó
hacia Colmenar Viejo en donde fue apresado por el comandante Laviña. Condenado
a muerte por Espartero, lo llevaron al Campo de los Pontones, a las afueras de
Madrid. Con gran serenidad, sin temblarle el pulso, pidió al oficial que
mandaba el piquete que le dejara a él dar las órdenes reglamentarias. Se leyó
la sentencia sumarísima que lo condenaba a muerte y, antes de dar él mismo la
orden de fuego, les dijo a los soldados: “No tembléis, al corazón”. Era el 15 de octubre de 1841 y, como diría un
Tucídides, así mueren los héroes.
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