Dejadme
que hoy os hable de César Pérez de Tudela, ese gran montañero que las generaciones
actuales no conocen. Conocí a César hace muchos años cuando decir su nombre era
decir montañismo. Había salido en la televisión, en aquella única televisión en
blanco y negro que se veía en todas las casas
de España, y su fama fue muy grande. Sin embargo, es de justicia decir que,
antes de salir por la “teklle”, en el
mundo de la montaña, ya tenía en su mochila muchas escaladas y muchas primeras
vías en España y fuera de España. Su nombre me sonaba como nos sonaba a todos
los españolitos que nacimos en los años sesenta. Os sigo contando.
Aproximadamente con trece años, me cogí la guía de teléfonos de Madrid y busqué
su nombre: me encontré una dirección en la calle de Alcántara y lo llamé. César
me dejó su libro Mis líos en la portería
de esa casa y fui a buscarlo con mis padres. Entré con tanta veneración en
aquel portal como don Gaiferos de Mormaltán en Santiago de Compostela y volvía
al coche de mi padre con un sobre marrón en donde estaba su libro dedicado. Ese libro lo leí y lo releí aprendiéndome casi
de memoria sus expediciones y sus líos con la Federación Española de Montañismo
que regentaba por entonces José Antonio Odriozola, ese gran cántabro al que le
debemos, entre otras cosas, el teleférico de Fuente De. Unos años después, en
mi primer viaje a Picos de Europa, paró mi padre en la Venta Pepín que se
anunciaba con aquel rótulo de “¡Atención! ¡Buen vino y buen jamón!” y en el
expositor de postales había una de Pérez de Tudela que nos daba la bienvenida a
los Picos. Por supuesto que la compré al instante. Vinieron otros libros y
otras aventuras y Pérez de Tudela era mi “héroe”, aquel montañero al que quería
imitar cuando, mochila al hombro, subía hasta el Risco de la Bota, me llegaba
hasta El Pájaro o ascendía por la cara sur de El Yelmo. Más tarde supe que
había otros de gran valía como Carlos Soria, Jaime García Orts, Paco Caro, el “Mogoteras”,
Repiso, Oronoz, Félix Méndez y tantos otros de los que no puedo tratar en esta
humilde entrada y a los que pido perdón por no nombrar, pero César era “el
César”. Además había tenido trato con mi tío abuelo Antonio de Soto Bández con
el que había compartido aventuras pedriceras y, sobre todo, el autobús de
Silvino Ronda Ortega, aquel madrileño de ley que se había hecho en la década de
los treinta la travesía completa del macizo central de “mis “ Picos de Europa.
Y llegamos a otra época. Eran los años
de la Facultad en la Complutense y, muchos días, cuando me bajaba del autobús,
bien del 62 o del G, lo encontraba en aquel Land Rover descapotable que tenía y
casi siempre en compañía del que fue su gran amigo y compañero, un hombre serio
que se llamó Miguel Ángel Herrero. Un servidor por aquellos años ya había
conocido a José González Folliot, el gran Pepín Folliot, el hombre que, con Teógenes
Díaz Gabín y Ángel Tresaco Ayerra, un 17 de julio de 1935, se había hecho el Couloir de Gaube, una
escalada en hielo que causaba (y causa) respeto por los años treinta del pasado siglo y que ellos
realizaron por lo que se conoció como la “variante de los españoles” cuando una
rimaya les impidió alcanzar le Pique Longue y abrieron una variante por los
Jumaux inaugurando una nueva vía que era
una salida por la pared del muy afamado Pitón Carré. ¡Ahí es nada, mes amis!
Una
tarde de domingo, en el albergue de la Fuenfría, aparecieron César y Miguel Ángel
y nos sacamos todos una foto en la chimenea; otra tarde, en la Pedriza, tomamos
unas cañas en el bar “Charca Verde”. Siempre nos acompañaba el inefable Pepín
Folliot, un madrileño de la plaza de Santa Ana sandunguero y cañí, cuyo padre,
un berciano que era portero mayor del Banco de España, le había colocado cuando
era un niño en el City Bank y que había llegado a ser un jefe del banco de
Santander a cuyo presidente, don Emilio Botín, idolatraba. Lo de Pepín da para
mucho y ya os lo contaré.
Pasaron más años y, un domingo, justo
el día en que me entregaban la medalla de 25 años de “peñalaro”, mi abuela
Patro y yo lo encontramos en el Albergue del Puerto de Navacerrada a donde
había acudido para la entrega de trofeos. Mi abuela le dijo que su hermano,
Antonio de Soto, había fallecido hacía tan sólo un mes y César le dijo unas
palabras que no se me han olvidado: “Con la muerte, tenemos siempre la batalla
perdida”.
Confieso que ha sido leyendo su entrada
en Facebook en la que habla de su ancianidad como se me ha ocurrido escribirle
estas humildes líneas que distan mucho de las hermosas palabras de las que
siempre hizo gala el Barón de Cotopaxi porque, además de un gran alpinista y
aventurero, don César es un grandísimo escritor. He nombrado a otros grandes
montañeros de gran valía, pero ninguno relató sus aventuras montañeras con el
arte y la buena pluma de Pérez de Tudela. Los libros de don César son una gozada de estilo de escritura
porque en los colegios de los años cincuenta se enseñaba a escribir y los chavales
no salían, - LOGSES, LOMDES y LOECES por medio-, analfabetos funcionales y
porque “el Pajarito”- como lo conocía Pepín Folliot de manera amistosa-, tenía
y tiene mucho arte literario en su pluma.
Querido don César, usted nuca será
viejo porque, como al Caronte de Virgilio se le puede aplicar este hermoso
verso:
Iam
senex, sed cruda viridisque deo senectus
que en Román Paladino viene a decir:
Ya anciano, pero lozana y fresca es la
juventud para un dios.
Que así sea por muchos años. Amén.
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