Nació
José González Folliot en Madrid allá por 1903 y nació en el Banco de España, en
donde su padre, un berciano de Corullón que falaba
galego, trabajaba de portero mayor. De la mano del padre, salían los muchos
hermanos y el padre los iba colocando de botones en los bancos de Madrid.
Pepín, como todos le conocíamos, se quedó en el City Bank que estaba en el
Madrid republicano, que se marcharía en la época de Franco y que volvería
después. Empezó a salir a la montaña y conoció a los grandes pioneros de la
montaña de los que Pepe, con todo derecho, forma parte. En otra entrada, he
contado cómo formó cordada con Tresaco y Teógenes Díaz en el Couloir de Gaube.
No puedo entrar en el historial montañero de Pepín porque para eso escribió él
un libro en que daba fe de sus muchas y celebradas escaladas, pero sí puedo
contar algunas de las anécdotas que Pepe, que me tenía un afecto especial, me
contó. Vamos con ellas.
La primera es “su Guerra Civil” en el
bando republicano. Le tocó acabar la Guerra en un campo nacional y Pepín
recordaba cómo había un capitán republicano que quería escribir una obra de teatro
sobre la Guerra. El capitán no tenía casi estudios (recordemos al personaje memorable
de José Sacristán en la Vaquilla de Berlanga) y buscó a algún soldado que le
ayudara. Encontró a un soldado alto, delgado y que trabajaba en un banco y le
puso a escribir la obra con él. El capitán le iba dictando y Pepín iba
escribiendo, pero cada dos por tres,
tenía que para y decirle, “mi capitán no corra usted tanto que no le alcanzo”.
Sin embargo, el “dramaturgo” seguía a lo suyo y se emocionaba al recordar cómo
los fascistas habían sido vencidos por sus soldados mientras el pobre Folliot
sudaba tinta para seguirlo. Había que oír a Pepe recordando al capitán que
decía: “Y llegaron los fascistas…”
Luego, después de la Guerra, Pepín
entró en el Banco de Santander y comenzó su devoción por don Emilio Botín
(padre) y por Botín hijo. Para él, eran dos santos intocables. Recordaba cómo
antes de la Guerra, en el ya mentado City Bank, les enseñaron a que el jersey
no se cogía nunca con los pantalones, costumbre muy de la época y fue en el City Bank en donde aprendió inglés, lengua en
el que le gustaba leer algunos libros. Por cierto, que no os he contado que la
madre de Pepín era francesa, de Burdeos, ni tampoco que José hablaba, más o
menos a su manera, la lengua de Molière.
Viajó mucho. Anduvo por el Cáucaso, por
los montes Tatra en Polonia, por los Alpes, pero nunca cruzó el charco. En sus
últimos años, no faltaba todos los
sábados a la Pedriza para, en compañía y
magisterio paellero de José Cruz Pérez Pardo, tomarse una paella y un café con
leche que preparaba con la leche condensada en tubo La Lechera que guardaba en
el la taquilla del refugio Giner de los Ríos. Por cierto, que en este refugio,
rebautizado después de la Guerra como José del Prado, tiene lugar la tercera
anécdota de Pepín.
Estaban un día las viejas glorias del
montañismo español en el refugio y llegaron unos “extraños”. Estaba con ellos
un muchacho al que llamaban cariñosamente “Polito” y salió el jovenzuelo a ver
qué querían. Al poco, entró “demudada la color” y les dijo:
-
“¡Oídme, esos dos que están ahí fuera
dicen que, si no salimos nos meten un
bombazo!
-
¡Cállate, Polito, y no digas
tonterías!
-
¡Os lo juro! Me han dicho que, si no
salimos, nos meten un bombazo y nos vuelan el refugio!
-
¡Que te calles ya, Polito, que te
vamos a sacudir si sigues diciendo tonterías!
El
pobre Polito lloraba como un alma en pena y ya salió Pepín.
-
¿Quieren hacer ustedes el favor de no
asustar al niño?
-
Es que lo que le hemos dicho es verdad:
si no salen, les volamos el refugio.
-
Pero ¿qué dicen, “desgraciaos”? ¡De
qué nos van a volar el refugio! Somos gente de orden que estamos aquí porque
somos montañeros y hemos venido a escalar. Hagan el favor de marcharse y
dejarnos en paz”.
Al
ver que Pepín tardaba, salieron otros del refugio que también hablaron con los “extraños”
que resultaron ser militares de servicio en la Pedriza buscando “rojos” o “maquis”.
Sabedores de esta circunstancia (que como es obvio, desconocía el inefable
Pepín) los amigos le dijeron a Pepín que se metiera en el refugio y que no
saliera. Luego se lo explicaron todo y también le explicaron que los militares
se interesaron “por ese tipo tan chulo que había salido antes”. Afortunadamente
los dejaron en paz, pero eran tiempos de pocas bromas y al inefable Pepín le
pudo haber costado un disgusto.
Y así podíamos seguir. Os dejo para
otro día contaros qué versos llevaba siempre Pepe en su cartera y cómo, cuando
los leía, lloraba. Era sin duda, un ser distinto, un ser de gran sensibilidad,
un raro que, en aquella España de machos de pelo en pecho, contrastaba y que
sufrió mucho por ese ser distinto. Tenía, ya en su vejez, un gran parecido con
Luis Escobar porque , como Escobar, era un caballero educado y cortés. Lo otro
también lo era, pero eso ni le añade ni le mengua a su bondad, cultura y saber
estar.
Se fue allá por 1990 mientras dormía y
ahora andará por el Naranjo de Bulnes (Urriellu para los amigos) al que
ascendió también en los años treinta y del que descendió usando las clavijas de
Schulze. Un grande al que tuve la fortuna de conocer y tratar.
En la foto, está con abuela Patro, otra
madrileña y de Chamberí, preparando castañas en La Fuenfría. Formaban una
pareja de réplicas y contra replicas que parecían sacados de un sainete de
Arniches. Y es que ya había madrileños antes de Isabel Díaz Ayuso. Que se sepa.
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