Efectivamente,
tal y como reza el título de esta entrada, Putin, afortunadamente, no es Rusia.
Por si alguien tiene dudas sobre mí, comienzo por decir que adoro la cultura
rusa, que los escritores rusos son, junto con los de centro Europa y los
norteamericanos, mi lectura favorita; que siento una especial veneración por los
músicos rusos y, para no aburrir, que siento arrastrado y embriagado cada vez
que escucho la música folklórica rusa. Es más, mi sueño, desde muy pequeño, ha
sido conocer Rusia, pasear por San Petersburgo, por Moscú o por alguna ciudad
por la que pasó mi gran héroe de la infancia, Miguel Strogoff, aquel correo del
zar del que nos cuenta Julio Verne en su maravillosa novela. Sin embargo, frente
a esta Rusia que amo está “la otra Rusia” que ya empezó con Iván el Terrible,
gran usuario de venenos; que siguió con las tropas del zar disparando contra la
multitud en 1905; que pasa por Lenin y Stalin, el gran asesino al que los
intelectuales de izquierda consentían y cubrían y que llega hasta Vladimir
Putin. Porque Putin recoge en su persona lo peor de Rusia que, en su caso, se
encarna en la Rusia soviética cuyo número de muertos en gulags deja pequeño al
gran asesino que fue Hitler. Putin añora no la Rusia de la cultura inmensa, sino
la del poderío criminal soviético, las cargas asesinas de los zares y los
venenos de los que también hace uso y abuso. Ayer el papa Francisco ponía a los pies de la
Virgen a Rusia. En las apariciones de Fátima se hablaba de la Rusia soviética y
podemos caer en la tentación de pensar que nada tiene que ver don Vladimir con
la Rusia de los soviets. Craso error porque Putin es heredero directo de esa
Rusia repulsiva. Yo no sé si hay alguien que defienda a este criminal, pero me
gustaría decirle que no está defendiendo a Rusia, sino a un vulgar matón que
sigue usando los mismos métodos que, de niño, usaba en los barrios más pobres
de San Petersburgo: pegar primero, pegar fuerte y no tener piedad. Amparado por
los mafiosos que bebieron en el corrupto régimen de los “camaradas” botellas de
Dom Pérignon y que se extendían el caviar
de beluga en un pan de sangre mientras el pueblo vivía en la miseria porque eso
hizo la “maravilla soviética”, igualar a
todos en la pobreza menos a sus dirigentes que vivían como los antiguos zares,
este zar de suburbio se dedica a lo que sus “hermanos y camaradas”: asesinar.
Algo huele a podrido en el reino de Rusia y es algo más que la carne podrida
del Potemkim. Es el pestazo de ese personaje sombrío, lleno de traumas y complejos
que, como un don Juan barato, necesita ver quién la tiene más larga. No me
extrañaría que Vladimir Putin se siguiera extendiendo el caviar en un pan de
sangre mientras las bombas caen en las ciudades mártires de Ucrania. Putin es un ruso execrable al que tan sólo
pueden defender gentes tan asesinas como él. Que no me hablen de la geopolítica
ni de que la OTAN le tocó las gónadas al gran oso de Moscú. Es cierto, no se
debería haber rodeado a Rusia con jueguecitos de los americanos a los que les
gusta jugar a la guerra siempre lejos de su país; es cierto que no se han
respetado acuerdos que se tomaron con Gorbachov y con Yeltsin, pero eso no
justifica ninguna masacre. El pueblo de Ucrania tiene derecho a elegir un
estado democrático, a vivir en democracia, esa palabra que Putin no conoce
porque, en su vocabulario de agente de
la KGB, no existía. Muy parecidos a
nosotros, los pobres rusos no han conocido más que unos pocos años de libertad.
Ahora, este niño traumatizado en su infancia, este Narciso al que le gusta exhibir
su poder como si estuviera en los oscuros barrios en los que se crio, tampoco
les deja vivir en paz. Malditas las guerras y los canallas que las sostienen. Y
lo escribe un enamorado de Rusia, pero de la otra Rusia.
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