Sabíamos
que había llegado el verano no sólo porque ya las noches fueran más cortas y
menos temerosas; no porque jugábamos en la calle; no porque llegaba junio
trayendo la felicidad con su luz y sus vacaciones ni porque nuestro padre dejara
de trabajar por la tarde a mediados de mes pues cogía “la jornada intensiva”.
Sabíamos que había llegado el verano porque, al pasar por los portales, con la
bocanada de aire frío que salía de ellos y a la que tanto temía mi madre que me
decía que me tapara la boca, salía una vaharada a pimientos fritos. Entonces,
cuando en los portales de Chamberí olía a pimientos fritos, había llegado el
verano y, al llegar al mercado, en la frutería de Julio, había fresquillas y
melocotones que nos refrescaban en las tardes abrasadoras. Os aseguro que no
hacían falta los calendarios: para saber que había llegado el verano, bastaba
con el olor a pimientos fritos en los portales.
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