El inspector de policía Ochumélov oye chillar un perro y se dirige al lugar de donde proceden los gritos de la gente y los aullidos del pobre animal. Un tal Jriukin le dice que el perro le ha mordido. El inspector monta en cólera y dice que el amo del perro se va a enterar, que le pondrá una multa y que matará al perro. Sin embargo, alguien le dice que es del general Zhigálov y Ochumélov cambia: el perro no ha mordido a nadie sino que un clavo maldito se ha clavado en el dedo de Jriunkin. El municipal que acompaña al inspector tiene sospechas de que el perro sea del general y de nuevo el inspector vuelve a pedir un castigo para el perro y los amos. Pero ¡ay! una voz afirma que el perro es del general y, claro, el inspector cambia de nuevo de opinión: Jriunkin es el culpable de la mordedura y lo que tiene que hacer es dejar de enseñar ese estúpido dedo. Viene el cocinero del general y dice que nunca, en casa del general, ha habido perros vagabundos. Otra vez cambia el destino del perro: “Hay que matarlo y se acabó”. Sin embargo, el cocinero no había terminado: “No es nuestro. Es del hermano del general que vino hace unos días”. Y otra vez cambia el azaroso destino del perro que pasa a ser un perrito simpático que hace lo que tiene que hacer un perro: morder. El cocinero se lleva al perro y Ochumélov amenaza al descarado de Jriunkin.
Así termina el cuento de Chejov llamado, no hace falta explicar por qué, El camaleón. Ahora pensemos que el general es la Merkel, que Rajoy es Ochumélov y que el perro, el pobre perro, cuyo destino cambia según cambian las opiniones del inspector que, a su vez, debe tan camaleónica conducta a su servil obediencia, no es sino la triste España sin ventura y tendremos otro cuento: el cuento que nos están contando para que nos traguemos esta crisis.
No sé en quien estaría pensando Chejov cuando lo escribió, pero desde luego es de una gran polivalencia.
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