JOSÉ MARÍA FERNÁNDEZ NIETO
Conocí a este buen poeta palentino antes de que le concedieran el Premio Castilla y León de las letras en abril de este año cuando yo andaba de profesor de latín en el Victorio Macho de Palencia y era un hombre feliz que recorría los soportales de la calle mayor y, muy de vez en cuando, se regalaba el paladar con algún milhojas de doble capa. Tampoco, a fuer de ser sinceros, hubiera sido un demérito por mi parte el que le hubiera conocido tras la concesión de ese premio. Sea lo que fuere, lo cierto es que hasta este verano no comencé una lectura sosegada y pausada de su obra y quiero ahora, en este humilde blog, deciros que ha sido una de mis mejores experiencias lectoras de este año que se nos va. Me enamoró su poesía a la que dedicaré otra página para intentar – si es que puedo- explicarla para que la disfrutéis más. O quizás es un error por mi parte intentarlo pues a los poetas se les lee, pero no se los explica. Baste por el momento este bellísimo poema que me encanta y que me pone un nudo en la garganta (que me perdonen mis amigos posmodernos si todavía la poesía me emociona y también que me perdonen porque el poeta tiene la osadía de hablar de Dios). Se titula Testamento para dejar versos a un hijo y es de su libro Un hombre llamado José:
TESTAMENTO PARA DEJAR UNOS VERSOS A UN HIJO
Hijo, cuando me muera,
deja todo en su sitio, no toques mis apuntes,
no escribas con mi pluma, no revuelvas mis libros.
Hijo, cuando me muera,
no cambies los estantes donde tanto he soñado,
no alteres el desorden de mis noches amigas,
no digas en voz alta mi nombre…
¡No sé cómo
decirte que respetes el aire que era mío!
Mira, te dejo todo,
mi modo de quererte, de hablarte, mi costumbre
de ser a voz en grito, mi temor de que algunos
me esté llamando bueno.
Te dejo mi sincero deseo de haber sido,
mi pasión por los hombres que sueñan en voz alta,
mi ciego escepticismo por las mercaderías
y mi fe inquebrantable en las rosas inútiles.
Hijo mío, te dejo
esto que soy, un número que no he entendido nunca.
Piensa, cuando yo muera,
que todo lo que es grande se apoya en su misterio.
¿Acaso el mar se entiende? ¿Entiendes el ocaso
o el amor o la vida o ese beso insondable
del cielo cuando llueve?
Por eso, cuando muera,
no quiero que te acerques a mi mesa revuelta,
no quiero que me ordenes los recuerdos, no quiero
que cambies los sillones de sitio, el cenicero,
las cartas de otros tiempos, no quiero que descuelgues
los cuadros o que muevas la luz de las ventanas.
Déjame como he sido.
Pon a secar, al aire de tus años, mi vida,
investiga en mis sueños, copia mis soledades,
recita mis anhelos de Dios, mis esperanzas
de ser contigo un día, aprende mi tristeza
gozándola por dentro.
Hijo mío, te dejo
-te será suficiente para andar por mi muerte-
mis versos…
No hace falta que los entiendas…
Todos
son como yo, hijo mío, algo que no se acaba
de entender como ocurre con todo lo inefable,
como el mar que es hermoso, el mar, que se contempla,
que se nada gozándole y que nunca se entiende.
Hijo, cuando me muera
ya sabes que te dejo a un hombre en testamento.
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