JACINTO HERRERO
Conocí a Jacinto Herrero mucho más tarde de lo que me
hubiera gustado. Un día, en la librería de mi amigo Senén Pérez, Jacinto estaba
viendo libros con don José Jiménez Lozano. Don José me presentó y él, casi al
momento, me propuso traducir el primer libro de las Tristia de Ovidio. Fue mi
primera traducción “profesional” y mi primera publicación. Luego, vinieron
otros libros en los que el mayor placer era pasar las tardes con Jacinto y,
mientras el café se enfriaba en la mesa, corregir las primeras pruebas y hablar
de literatura. Era un poeta fino y de gran sensibilidad y mañana hace un año
que nos dejó, que se marchó a cuidar los pájaros morañegos y a recorrer, en el
incendio de la tarde, las rastrojeras de Langa. Sero te inveni, Jacinto, pero tú sabes que compartimos una amistad
sincera y que vibrábamos al unísono leyendo un buen poema. Como testimonio de
su poesía, ahí os dejo su último poema, dos meses antes de que dejara Ávila, la
casa, y se marchara de vuelo hacia la casa del Padre.
Al margen de Teresa
Esta mujer tenía su
raíz en la tierra:
tal vez vio al
hortelano mullendo los terrones
del breve huertecillo,
preparar para el riego
un caz de agua limpia
donde beben palomas
de su palomarcito y
menudos gorriones
que en el salmo
aparecen solos en el tejado;
pían en soledad en
busca de refugio
para una Noche larga
esperando el Sol nuevo:
contempladlo de frente
y quedaréis radiantes.
Ella ha viajado con
vientos y tormentas,
vadeado los ríos en
viejos carromatos
por llegar a ciudades
de noche sin dineros.
-Y no tenemos casa.
Conviene no hacer ruido
en esta pobre ruina
hasta que no amanezca.
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