Para muchos, Quintana no es más que una estación de Metro
en la línea cinco de Madrid. Para otros, una estatua de piedra blanca cerca de la Plaza de España, también en
Madrid. Algunos pocos saben que fue un poeta que nació en el XVIII y que murió
en el XIX. Muy pocos hay- y perdón por mi soberbia- que nos hayamos aventurado por sus versos. Aunque,
todo hay que confesarlo, sea una antología pequeña de la colección Los poetas, aquella que por 5 pesetas se
vendía en las librería allá por los años veinte. Se abre este libro con unas
palabras de don Marcelino Menéndez y Pelayo diciendo que Quintana fue el mejor
poeta del XVIII aunque vivió en el XIX y
que su poesía no es menor que la de, por ejemplo, Schiller o André Chenier. En
comparación con el primero, creo que don Manuel José queda algo en evidencia y,
en relación al segundo, me falta un conocimiento directo de la obra de Chenier que
se subsanará en breve y que os contaré en este blog, Deo volente. Por el
momento, como a cada día le basta su afán, nos quedamos con Quintana del que os
pongo un fragmento de su oda al mar – que no le gustaba a mi muy admirado
Fernández Nieto por exceso de retórica, dolencia que, por otra parte, padece
toda la poesía de Quintana y del XVIII. La lectura de esta antología me ha parecido
algo fría, sin demasiada pasión, pero tampoco despreciable. A mí, que soy
madrileño de nacimiento, me hace mucha gracia eso de recordar al mar desde el
Manzanares. Sería en invierno, don Manuel José, porque lo que es en verano a mí
no me recordaba más que un arroyo y de poca corriente pese a las gaviotas que,
en los años ochenta, se fueron a vivir a sus aguas para que Caco Senante les
dedicara una canción.
ODA AL MAR
Calma
un momento tus soberbias ondas,
Océano inmortal, y no a mi acento
con eco turbulento
desde tu seno líquido respondas.
Cálmate, y sufre que la vista mía
por tu inquieta llanura
se tienda a su placer. Sonó en mi mente
tu inmenso poderío,
y a las playas remotas de occidente
corrí desde el humilde Manzanares
por contemplar tu gloria,
y adorarte también, Dios de los mares.
Océano inmortal, y no a mi acento
con eco turbulento
desde tu seno líquido respondas.
Cálmate, y sufre que la vista mía
por tu inquieta llanura
se tienda a su placer. Sonó en mi mente
tu inmenso poderío,
y a las playas remotas de occidente
corrí desde el humilde Manzanares
por contemplar tu gloria,
y adorarte también, Dios de los mares.
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