Cuando
era pequeño, en aquel Madrid de taxis negros y rojos, mi abuela Patrocinio se
refería a la calle Ortega y Gasset como la calle Lista. También hacía lo propio
con García Morato a la que llamaba Santa
Engracia. Ella había vivido en el Madrid de antes de la Guerra y llamaba a las
calles por el nombre de los años treinta. Ese tal Lista me llamaba la atención y
no entendía por qué le habían quitado la calle para dársela a don José, el
ilustre filósofo. Más adelante supe que don Alberto Lista había sido maestro de
Larra y ahora, años después, he accedido a su obra gracias a esos libros de
poetas de los años veinte que leo con fruición. Por el prólogo de este libro,
de Fernando Castán Palomar, se cuenta que don Marcelino Menéndez Pelayo lo
tildó de masón en su Historia de los
heterodoxos, pero sus discípulos del colegio gaditano de San Felipe Neri
sólo vieron en él su virtud cristiana y su celo sacerdotal. Sin embargo, don Marcelino
que ya sabemos cómo se las gastaba, siguió en sus trece y prefirió defendella a
enmendalla contestando a los exalumnos que “ el Lista de San Felipe Neri no era
el Lista de 1812”. Sea como fuere, sus poemas nos han gustado por su gusto
clásico y su perfecta métrica. Ahí os va uno que quizás no sea el mejor del
mundo pero que me recuerda a Bocage, el gran poeta portugués.
En vano, Elisa, describir intento
el dulce afecto que tu nombre inspira;
y aunque Apolo me dé su acorde lira,
lo que pienso diré, no lo que siento.
Puede pintarse el invisible viento,
la veloz llama que ante el trueno gira,
del cielo el esplendor, del mar la ira;
mas no alcanza al amor pincel ni acento.
De la amistad la plácida sonrisa,
y el puro fuego, que en las almas prende,
ni al labio, ni a la cítara confío.
Mas podrás conocerlo, bella Elisa,
si ese tu hermoso corazón entiende
la muda voz que le dirige el mío.
el dulce afecto que tu nombre inspira;
y aunque Apolo me dé su acorde lira,
lo que pienso diré, no lo que siento.
Puede pintarse el invisible viento,
la veloz llama que ante el trueno gira,
del cielo el esplendor, del mar la ira;
mas no alcanza al amor pincel ni acento.
De la amistad la plácida sonrisa,
y el puro fuego, que en las almas prende,
ni al labio, ni a la cítara confío.
Mas podrás conocerlo, bella Elisa,
si ese tu hermoso corazón entiende
la muda voz que le dirige el mío.
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