Imaginaos ese Santander de finales del siglo XIX en donde
veranean próceres como Sagasta, Maura o Gamazo. Imaginaos unas nubes blancas,
pequeñitas, que cruzan un cielo azul en una mañana de julio. Imaginaos el
Sardinero con sus bañistas entrando en el agua cogidos a una maroma para tomar
los baños de ola. Imaginaos también, junto
a los próceres y títulos que se iban haciendo palacetes en el Paseo de El Sardinero,
las familias venidas de Tierra de Campos y las familias venidas de Valladolid.
Imaginaos el Café Suizo al caer la tarde y las calles de la ciudad con los
“gomosos” paseando y luciendo sus mejores galas. Bien, pues con ese ejercicio
de imaginación os habéis situado en el Santander que nos describe Pereda y, si
en este Santander, colocáis a un honrado comerciante que tiene bien llenas las
talegas (para el que ha leído otras entradas sabe lo que significan las talegas
para Pereda) y una familia madrileña, que son todo lo duques o condes o
marqueses que quieran, pero que están pasando por unos apuros económicos de ni
te cuento y que echa el ojo a la hija
del señor de las talegas para que, casándole con su nene, dé lustre y esplendor
a sus blasones. Es decir, como en el cuento ya comentado en este blog, Blasones y Talegas, unos de los mejores
cuentos que escribiera el de Polanco, frente a una aristocracia de cuna que se
dedica a limpiar sus panoplias hay una burguesía que llena sus talegas con el sudor
de su frente. Pereda, para la regeneración de España, apuesta por esta burguesía
trabajadora y no por los “petimetres”. Ésa es la moraleja de esta novela cuyo
final, como es lógico, no os voy a revelar para que paséis un buen rato con su
lectura y reflexionemos todos un poco con esa España que ha traído esta que
estamos viviendo.
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