En este día de finales de octubre en el que la lluvia resbala por mis cristales, quiero hablaros de Hipérides, gran orador ático que era un gran aficionado a los placeres de la buena mesa, del vino y de las mujeres. Había sido discípulo de Platón y de Isócrates, pero a él lo que le gustaba era darse cada día un paseíto por el mercado de pescados y, de paso, contemplar a las cortesanas que anduvieran por allí. Tanto fue su gusto por el bello sexo que mantuvo a tres heteras a la vez: Mirrina, Aristágora y Fina. Como le parecía poco, también mantuvo una relación con Friné, famosísima hetera, que no le iba a la zaga a Aspasia, la compañera de Pericles. En fin, Finé fue acusada de impiedad (como Sócrates) y juzgada. Hipérides se encargó de su defensa, pero no conmovió al jurado pese a que la había defendido con gran ardor y, aun teniendo unas enormes dotes retóricas, no pudo conseguir la absolución para su amada Finé. Fue entonces cuando tuvo una idea genial, una ocurrenza prelibata como se dice en Il Barbiere: fue hacia la acusada, la llevó al centro de la sala y le rasgó la túnica. Entonces quedaron a la luz los pechos de le hetaira que debían ser tan hermosos que, lo que no consiguió la palabra de Hipérides, lo consiguieron sus tetas pues el tribunal, a la vista de semejante hermosura que iba a ser entregada a la cicuta, la absolvió. Ya veis, con razón dice el refrán que “pueden más dos tetas que dos carretas”.
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