Nada
puedo decir que no se sepa sobre ese gran caballero que fue don Álvaro Domecq y
Díez porque mucho es lo que se ha dicho sobre este andaluz universal y jinete
de elegante monta porque don Álvaro fue, a caballo y a pie, un caballero
ejemplar. Me he terminado su libro de memorias, Mi vereda al galope, y he disfrutado de tanto conocimiento sobre el
caballo y de tanta humildad que es la seña de identidad que nos hace reconocer
a los grandes. Sin embargo, no voy a entrar en su vida de rejoneador, de
ganadero, de político o de escritor y sí lo voy a hacer en un aspecto de su
vida que es más ejemplar si cabe que todo lo dicho anteriormente. Don Álvaro
era padre de numerosos nietos, hijos de Álvaro Domecq Romero, excelente
rejoneador como su padre y creador de la Real Escuela de Jerez. Me refiero a lo
que ocurrió el Viernes de Dolores de
1991 cuando, en un desgraciado accidente, don Álvaro perdió de golpe a cuatro
de sus nietas. Ante tamaña tragedia, don Álvaro muestra su serenidad cristiana,
su temple ante la muerte, su fe. Y el gran rejoneador se convierte en modelo de
vida. Leyéndole surge esa pax in aeternum
que él conocía tan bien pues también él conoció la muerte de una hija a la que
vio morir en el campo mientras montaba a caballo y también en esta tragedia el
corazón de don Álvaro se mostró sereno, confiado en la mano de Dios. Y así lo
refleja en este libro en esas cartas, emocionadas y emocionantes, que les
dedica a sus nietas. Caballero siempre, don Álvaro nos da en este libro una
lección de vida torera, campera y cristiana. Aquel hombre, que había dedicado
todo lo ganado en el arte del rejoneo a una obra social, el Oratorio Festivo de
jerez, dedicado a niños necesitados, sigue la senda del Maestro en la vida y en
la muerte. ¡Qué gran caballero en la plaza y qué gran caballero en la vida,
fue, es y será don Álvaro Domecq y Díez!
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