Ya os he contado cómo considero a Rafael Orozco uno de los grandes pianistas del siglo XX y cómo la lectura del libro de Juan Miguel Moreno Calderón, pianista cordobés, me acercó aún más a su figura. Sin embargo, no voy a entrar en la personalidad de Rafael, artista grande y poderoso, que con sus manos recreaba un mundo. No, voy a referirme a sus palabras, a las terribles palabras, terribili parolete que diría Massimo Cacciari, que le dijo por teléfono a Alfonso Aijón, el director de Ibermúsica, desde Roma. Tenía Rafael un concierto en el Auditorio Nacional de Música de Madrid el 24 de enero que era el día de su cumpleaños. Llamó a Aijón desde Roma y le dijo estas palabras de fuego: “Perdóname, Alfonso, no puedo dar el concierto; estoy muy enfermo, me estoy muriendo”. Y el genio lloraba al teléfono mientras se notaba morir, mientras notaba esa visita que todos recibiremos algún día, “el día menos pensado, ése en el que pienso siempre” como decía el maestro Manuel Alcántara en unos versos tan malagueños y tan luminosos como verdaderos. Ante la muerte, somos una ciudad sin murallas, decía Epicuro en su epístola a Meneceo. Y es una terrible verdad.
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