Los aguafiestas nunca caen bien;
los Pepitos Grillos de nuestras conciencias, tampoco y aquellos que, viendo lo
mal que van las cosas y de quién es la culpa de que vayan mal, anuncian y
denuncian los males que van a venir no se les escucha y quedan convertidos en
tristes Casandras. Jeremías fue una aguafiestas: en medio de la alegría, del
canto, de la fiesta, anunciaba el fin de Jerusalén a manos de los caldeos.
pero nadie le quiso escuchar porque los que prevén la desgracia suelen ser
siempre tildados de pobres iluminados o tristes lunáticos. Luego, cuando el
tiempo les da la razón, los pueblos, arrollados por el sufrimiento, acuden a
ellos buscando consuelo y dándose golpes de pecho. Pero ya es tarde. Viene a
cuento toda esta homilía porque la
lectura de Jeremías, gran obra teatral de Stefan Zweig, me ha recordado nuestra
época actual: profecías que nos hablan
de la desgracia que le viene y le va a venir a nuestro mundo con el
calentamiento del planeta, con el hambre que devasta muchas regiones mundiales,
con la bruja contaminación y miramos para otro lado, no queremos escuchar, no
queremos perder nuestra vida aunque sepamos que es mucha la sangre que cuesta
seguir en esta carrera suicida. Non vi si pensa quanto sangue costa decía el Dante. Ciegos con nuestro consumismo
feroz, con nuestro egoísmo feroz, con nuestra voracidad feroz, nos da igual el
destino de miles de seres humanos. Sin embargo, ahora que el dolor nos está
tocando; ahora que también hubo profetas que pronosticaron en enero de este año
la pandemia, nos echamos en los brazos de los profetas a los que apedreamos
cuando nada ( ni nadie) podía parara el vómito consumista que lleva – por causa
del american way of life entre otras
cosas-, más de medio siglo instalado en nuestro maltrecho planeta.
Cuentan que, tras la representación de
esta obra, el día que se estrenó en Zúrich, la gente se quedó en silencio,
pero, al poco, prorrumpió en unos aplausos que duraron muchos minutos. Se había
producido quizás la catarsis que el teatro debe producir en el corazón de los
espectadores; la catarsis que nos falta a nosotros, conformistas espectadores
de un mundo que agoniza.
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