Uno
tiene la suerte, muy de vez en cuando, de encontrarse con un gran poeta como
Javier Velaza. Ajustado a la forma, rebosante de hexámetros y de Virgilio, su
poesía es una introspección en el hombre, en ese ser doliente e inconsolable.
Sus versos conllevan ese dolor y esa alegría, ese sufrimiento y ese gozo que es
el mundo. Sí, cari amici, dolor y sufrimiento porque la muerte es el final del
camino, de todos los caminos porque, como en la leyenda oriental, siempre nos
espera en Samarcanda. Pero también hay gozo en la poesía de Velaza porque la
vida también es alegría y gozo por la belleza que, en ocasiones, duele tanto
como la muerte. ¿Merece la pena tanto dolor para conseguir la belleza que, a
veces, se oculta en las mismas entrañas de la vida? Es el precio que hay que
pagar como bien decía el maestro Jiménez Lozano desde ese Alcazarén huérfano
tras su muerte. Con la vida se paga la belleza. No protestes: son las reglas
del juego en el que alguien, sin preguntarnos, nos introdujo.
DECRETO
Con la voz más solemne que pudieron sacar
de sus gargantas trémulas y el ademán del mármol,
salieron a decir encerraos en casa
por lo que más queráis, o encerraos en casa
por los que más queráis, o no sabes qué fue
lo que dijeron, porque quién oye claramente
mientras el miedo aúlla, o quién puede entender
la verdad imposible de lo para no dicho,
en fin, dijeron algo, no dijeron deprisa,
lo recuerdas muy bien, pero no hacía falta,
porque aquella palabra crepitaba en sus ojos,
y tú fuiste y cerraste la puerta de tu casa
por lo que tú más quieres, que todavía no sabes
lo que es, pero sabes que lo quieres, y echaste
los cerrojos y dividiste el mundo
en dos mitades y erigiste entre ellas
un muro infranqueable y desde entonces
nunca más has sabido si te quedaste dentro
o fuera.
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