Leí
La gloria de don Ramiro estando
destinado en Ávila, enamorado de la calle de la Muerte y la Vida, de la luz de
Ávila, de los ángeles que la sostienen cada tarde porque Ávila, lejos de ser
una ciudad arraigada a la piedra como a primera vista parece, es una ciudad
aérea de palacios encantados e iglesias por las que pasean los santos al
anochecer. Ávila es un milagro de luz, un milagro del viento de su sierra, un
milagro de la tarde incendiando sin fuego las murallas. En Ávila, todo es sorpresa:
aquí el lugar donde los nobles pegaron un pasquín contra Felipe II; allí, el
cimorro por donde se asomó el rey Alfonso VII; en la muralla, la poterna que
les cerraron a los Dávila, la poderosa familia que abriría después una puerta
en la fachada de su palacio con el lema afamado: “Donde una puerta se cierra,
otra se abre”. Todo es historia y todos son historias en Ávila, leyendas,
cuentos de viejas a la lumbre de un braserillo. Cuando la leí, me pesaba
entonces la opinión de Borges que había dicho algo así como que “nunca había
leído Enrique Larreta”. Una boutade más
de mi querido Borges, pero que me llevó a leer la obra de Larreta con prejuicios.
A día de hoy, liberado de esas rémoras, su relectura, tras un día en la ciudad
de Santa Teresa, ha sido un gozo
inefable. ¡Ahí estaba mi don Ramiro batiéndose en duelo, a la luz de la luna,
en una de las puertas de la muralla! ¡Ahí seguía mi don Ramiro en el barrio de
los moros con aquella muchacha mora que lo enloqueció! ¡Ahí estaba mi don
Ramiro en su palacio horro de muebles, tan sólo con los retratos de los
antepasados, porque los nobles
castellanos vendían su presente para vivir su pasado!
Larreta, manque le pese a Borges, es un
escritor maravilloso y su libro, a mi humilde modo de ver, es un prodigio de
prosa modernista. Yo amo a Borges cuyos cuentos me parecen cimas del arte de
las letras, pero no puedo dejar de amar a mi don Ramiro.
Quizás este juicio mío sobre Larreta y
su obra ( no nos olvidemos de sus sonetos que recogió en un tomito, publicado
en “mi” colección Austral con el nombre de mi calle talismán, Calle de la Muerte y la Vida) se ve
condicionado por el mucho amor que siento por Ávila de Santa Teresa y por Santa
Teresa de Ávila (Jordi Bilinkof dixit et bene dixit), pero, entendedme, mies
leales. quien ha visto ponerse el sol
desde el Postigo de la Malaventura, quien ha visto sus plazas enlosadas, quien
ha sentido su luz, quienes hemos vivido en ella siempre en el filo de la
espada, siempre entre ser santo o suicidarse porque la belleza duele como el
amor y como la muerte, ése no puede dejar nunca de amarla.
Que Borges me perdone, pero ¡cómo he
disfrutado con esta lectura de “mi” don Ramiro!
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